Yo tuve una vez una casa
–que no era este sepulcro–
donde faltaban muchas cosas
menos el sol en las ventanas
con paredes muy blancas
–que no son estas paredes–
y una mesa de pino donde pasaba las horas.
Tenía la mirada más viva y el gesto sereno
y un aire distraído
por eso de andar en sueños
tenía manos que hallaban manos
tenía ojos que me miraban
tenía olor a jazmín y a besos
y enredaderas en mis ventanas.
Tenía un perro negro
–que es este perro que ya no es el mismo–
y una cama quejosa de la cual renacía
–y que no es esta cama–
en ella podía descansar
entre sus sábanas limpias
o arrugarlas de amor
cuando el amor me llamaba
podía llorar y que hubiera consuelo
podía reír y reír hasta el alma
podía arrancar caricias y sembrar estrellas
o dormirme manso a soñar el hijo.
Yo tuve una vez una casa
–que es esta casa–
y que se murió sin decirme nada
que se fue llenando de sombras y recuerdos
de voces sin cuerpos
de pena y nostalgia
solo yo quede con vida
–yo que no soy yo–
sino una plegaria.
Armando de Magdalena-