Últimas tardes
La alta mujer dolorosa
venía del sur y estaba muerta,
el cansancio era dueño de su voz
cuando presenciaba la esperanza
creciendo hacia las tardes
en cuya luz indescifrable
el solitario anhelo perduraba
como un reino sin púrpura ni cetro.
Alguien la empobrecía desde lejos.
Ignorando las llaves
que franquean las ricas esperas
y los mecidos cielos,
tal vez era la sombra de una antigua delicia.
Las manos, las manos olvidadas,
las unidas y suaves perdiciones
y los queridos ojos sin codicia,
que ganaban y perdían el mundo,
serenos, y sabiendo.
Recuerdo aquella voz apenada y amiga,
y la ciudad, de pronto, incierta y decaída
bajo un cielo gastado y entre adioses.
Carlos Mastronardi
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