Poemas

La puerta abierta

La puerta está abierta.
Es un enorme espacio a la aventura,
a ese asociarse con el miedo
donde conviven las voces, los silencios,
los ruidos de la noche que no vuelve,
la penúltima campana en imposible
y los colores que jamás mis ojos duermen.

Y la puerta está allí
con su boca sin perdón y sin regresos,
aguardando que un pie desconocido
desemboque su paso atropellado,
para mostrarme el mundo sorpresivo
que dice palpitar con los ensueños
y que es mayor al disturbio de galaxias
y a los vidrios primitivos de Copérnico.

Pero me niego a destrabar los pájaros
que he enjaulado en el absurdo cuerpo
donde he escuchado los trinos monocordes
de luchas tan antiguas como el tiempo,
de valores morales que no importan,
de caricias desteñidas y desnudas;
tan desnudas como el sol y el viento,
porque a veces, y a pesar de ser tan simple,
por esa misma simpleza, yo me niego.

Y ella sigue llamando con sus labios
recuadrados en las líneas paralelas
que se forjaron en milenios consumidos
y que fagocitaron, casi a mansalva
a industriales, campesinos y romeros,
a labradoras de pan azucarado,
a cortesanas con sus uvas florecidas
en el jardín escotado de sus pechos,
a lavanderas blancas de sal, a las doncellas
con sus muslos de nieve inmaculada,
a los sagrados sacerdotes de Corinto,
a penitentes de oscuras catacumbas
y a abochornados e ignotos carceleros.

Ella, que derrama su urgencia a cada instante
donde refulge el rayo del misterio
instando a que exploren sus dominios
los niños, los troveros y el poeta
que cantara su vena en las ventanas
donde duermen el ciego, el lazarillo,
y el perro con tres sesos de los griegos,
pide que se acerquen obligados
los ancianos dogmáticos del templo,
las coristas de toses quejumbrosas,
los vasallos del vino y del cemento,
los helenos argonautas mitológicos,
o tal vez un sencillo remero,
los opiados orientales del narguile,
la afanosa ama de casa con su escoba
y los atléticos seguidores del dinero.

La puerta está abierta y va llamando
al hermano, al amigo, al que detesto,
al que surca un silbido a las estrellas,
al que pernocta su ausencia en el destierro,
al que gime, al sumiso, al que ordena
y es tiránico masacrador de pueblos,
al que va con su oveja a la montaña
para mitigar el hambre del invierno,
y también a los genios de oratoria,
la música, la escultura y el boceto.

La puerta está abierta y va llamando
y a pesar de su llamado… Yo me niego

Ricardo Álvarez Morel-

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