Poemas

Colores verdaderos

Llegó a Comodoro Rivadavia en el primer colectivo de la mañana. El sol comenzaba a despuntar sobre el mar. En la cafetería de la terminal pidió un café con leche y dos medialunas para echarse algo sólido en el estómago. Había viajado toda la noche.
Todavía es temprano, pensó y caminó hasta la playa del puerto. Por más que le cambien los negocios siempre está igual de triste. Se fumó un cigarrillo mientras observaba a los pescadores cargando los barcos. Su hijo podría ser uno de ellos. No hacía frío. Ni siquiera una brisa de mar. La calma típica después de un viento fuerte. En el Chenque aún quedaban algunas luces encendidas.
Le preguntó a un canillita si conocía la dirección que llevaba escrita en el papel. Pasando el Hospital Regional, antes de las torres. Le agradeció al muchacho y le compró el Crónica. El Patagónico no le gustaba. Le parecía un diario para pitucos y, además, tenía letra chica.

Era una calle corta con un único edificio, grande y moderno como una caja de cristal. Sobre la entrada estaba grabado el nombre en inglés de la empresa. No entendió ninguna palabra pero se rió de las vueltas que daba la vida.
Se acercó al mostrador de recepción, atravesando un vestíbulo luminoso y solitario. Esperó a que la chica lo mirara a los ojos para hablarle.
—Buenos días señorita, necesito ver al ingeniero Jorge Machado.
—¿Tiene cita? —preguntó la secretaria sin desatender el recuento de la correspondencia.
—No, pero es muy urgente. Dígale que es por el asunto del túnel.
—Va a tener que esperar, el ingeniero está muy ocupado —respondió y se maldijo, al parecer, porque debía reiniciar el recuento.
Eligió uno de los sillones junto al ventanal, aunque no tenía ganas de sentarse después del viaje tan largo. A pesar de llevar su mejor ropa no terminaba de sentirse cómodo en ese lugar. Todo se veía artificial. En una de las paredes del vestíbulo descubrió un gigantesco mural con motivos rupestres coronado por una leyenda que lo tranquilizó: “Hijos sois de la Patagonia, no lo echéis al olvido”. De la bolsa de plástico que hacía las veces de maletín sacó una revista de sudoku. La abrió en la página 82.

—Señorita, ¿sabe si el ingeniero Machado demorará mucho más en atenderme?
—Ya le dije que tiene que esperar. Ahora mismo está en una reunión.
Tuvo ganas de decirle quién era. Seguro que lo trataría de otra forma, pensó, pero se había comprometido a no decir nada. No debía. Con los jóvenes hay que tener paciencia.
—Discúlpeme señorita, ¿podría usar el baño?
La secretaria lo miró con fastidio.
—El baño es para el uso del personal, pero en la esquina hay una rotisería.

Comodoro Rivadavia y él nunca se habían llevado bien. Lo supo cuando una gitana, media adivina, medio ladina, le anunció que si no podía escuchar el canto del viento, entonces la ciudad no lo quería. El viento no canta en ninguna parte, le respondió indignado por la revelación. Desde entonces había vuelto sólo por obligación, para realizar algún trámite impostergable, y no se marchaba sin contemplar antes el mar desde la costanera desvencijada por el traqueteo incesante de las olas. El frescor del rocío salitroso mojándole la cara. En ningún otro lugar había visto un mar tan azul. Allí los colores eran verdaderos. Si existía alguna posibilidad de que su hijo regresara, se imaginaba que lo haría por mar. Era una forma de esperarlo, de combatir el olvido. El mar siempre ofrecía esperanzas.

—Lo siento señorita pero me demoré un poco. ¿Ya estará libre el ingeniero Machado?
—El ingeniero acaba de salir a almorzar.
—Escúcheme señorita, mi asunto es muy urgente. Esta noche tengo que regresar a Puerto Santa Cruz. Resulta que mi reemplazante debía haber llegado hace más de un año…
—A mí no me tiene que explicar nada —lo interrumpió— Yo no puedo ayudarlo.
—¿Alguna vez le dijeron que tiene unos ojos muy bonitos?
—Igual tendrá que esperar.
Regresó al sillón junto al ventanal, sintiéndose insignificante dentro de esa ropa tan formal. Definitivamente no era su lugar. Al sentarse se dio cuenta de que ya no llevaba consigo la bolsa de plástico y tuvo pánico, pero ya no le fue posible ponerse de pie. Sus piernas no le respondían. No debí haber comido tanta mayonesa, se reprochó. Sin oponer resistencia dejó caer la cabeza sobre el respaldo del sillón y esperó. ¿Eso es todo?

Macha, como lo seguían llamando sus compañeros de promoción, vio como se apagaba la lucecita verde del monitor y alineó los objetos sobre el escritorio en un riguroso orden interno. Lapicero, abrochadora, agujereadora y abrecartas en línea recta. Debajo, el bloc de notas formando un ángulo perfecto. No tenía nada más que hacer, pero de dónde sacar ganas para regresar y seguir escuchando los reproches de siempre, cocidos en hartazgo y frustración. Su hogar estaba lejos de casa. Por la ventana entraba el murmullo de unas gaviotas riñendo. Ahora un faro, una boya o un barco centelleaba en el horizonte negro. Sabía que la secretaria no se marcharía mientras él estuviera en la oficina.

—¿Cómo dijo que se llamaba la persona que preguntó hoy por mí?
El nombre debía pasar inadvertido y diluirse en el descarte de la memoria, junto con la decena de otros nombres que ignoraba cada día, porque se trataba de una pregunta sin importancia, formulada para demorar un poco más la partida. Pero desgraciadamente el nombre quedó repicando en su cabeza como un eco adomercido. Se permitió dudar un instante. Del cajón del escritorio sacó la llavecita que abría el cofre de la pared. Hojeó el Informe Soledad hasta encontrar lo que buscaba.
—El guardián del túnel —dijo con la voz partida por la angustia.
—Es verdad, mencionó algo sobre un túnel —agregó la secretaria y, en ese momento, se dio cuenta de que ya nadie la echaría de menos en la oficina.

El vestíbulo estaba en penumbras. Sólo el resplandor fantasmal de un semáforo se colaba a través del ventanal. Macha divisó la silueta en uno de los sillones y se fue acercando con pasos cortos. Se detuvo temeroso. Desde una distancia prudente se quedó contemplando el sueño extraño del anciano.

Rodrigo Gardella-

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