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El ojo histórico

de Eduardo Mosches

elojoEduardo Mosches me envió su libro esperando que éste pudiera dialogar conmigo, me dice. Y sí. El diálogo es aquello que a veces recupero porque no sucede con frecuencia, no sólo como protagonista, observador…, por lo que algunas palabras parecen desafectadas de su contenido, ganadas por la ausencia de mediaciones. Una variante apocalíptica viralizada por la adjetivación.
Para este lector, la poesía de Mosches; es decir, la vida, resume una conversación que se continúa en el poema. Como aquello que se queda en la red cuando levanta el sueño. Tenemos emociones de cosas que ya no existen (y son intransferibles). Como si cada uno se quedara frente a un mural con el fragmento que tocó su pulsión más íntima. Un lugar del lenguaje que se dice desde la ausencia.
La distancia se instala en un pasaje complejo del imaginario personal, emocional. Y teje diferencias con apegos. Aquello no resuelto por el tiempo fugaz, siempre fugaz que escapa tanto como acosa.
A diferencia de la naturaleza, tenemos un nosotros. Y a veces escribimos sobre los silencios de aquellos que amamos para que no se nos olviden sus palabras.
La observación pende de un hilo frágil, tanto es así que alguna salvedad podría deshacerlo. Pero Mosches consigue dinamizar en un cuerpo poético aquellos universos con una localización geográfica y espiritual extraídas como al trasluz de un papel de agua.
La profundidad de campo de su abanico sensorial bucea entre despojos. Y la herida, que como alguna vez dijo el mexicano Carlos Montemayor, “al mismo tiempo que se mira se transforma en la conciencia misma del herido”.
En lo no dicho puedo o quiero o me atrevo a leer restos de desarraigos llegados a la orilla, propios y ajenos. Es decir, creo tener con Mosches sentimientos cercanos a un doble desarraigo: aquel que nos expulsó y el otro que nos acogió y del que nos despedimos.
La palabra no es sólo una representación simbólica sino sustantiva. La que encarna, producto de acentos ambientales, sin orgullos primarios.
La identidad como una construcción vivencial de la experiencia memoriosa. Pasajes de otras voces que, como resume Eliseo Diego, no son más que “una conversación en la penumbra”.
Aquí hay una escucha que no se mimetiza con la estereotipada escritura que sobrevuela los patios de la poesía. Por lo que tengo sospechas de los que creen que la poesía es un género de ficción. Paradojas de un extendido sentido común que se vive como acervo.
En tiempos de cruenta liviandad, el vacío pesa más.
“El porvenir va río abajo” dice una de las miradas de El ojo histórico. La que ve los remiendos llenando amaneceres, por ejemplo (pág. 55). La que invita a saber que las mutaciones hicieron su parte para que la poesía también se llenara de palabras y se vaciara de mundo, instalando una estética del feísmo que se ha hecho cuerpo y palabra (o viceversa), ocupando los gestos, el lenguaje, formas de alimentarse, de vestir, de desear, de pensar…
La intensidad megafónica de la alienación contemporánea parece insistir en decirnos que el futuro del pasado es éste. Por lo que no sería aventurado suponer que el verdadero hombre nuevo es el que ha formado el capitalismo.
Al fin que una lectura dialogante es una reflexión que nos hospeda en versos, imágenes, preguntas, que nos llevan no necesariamente donde el autor, sino donde nosotros mismos, solos, no pudimos.
Porque aquí hay un retablo de ofrendas con escenas que pueblan el árbol de la vida. Los cantares, el vuelo, los colores, el horror, las comidas, el amor y la muerte, el ojo histórico.
La poesía como la lengua oceánica materna, es la que habla antes que nosotros, y en ella “la utopía (que como dijo Fernando Birri) sirve para caminar”. José Antonio Cedrón-

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