Hacía apenas unas horas que me sentía mejor. Decidí, por fin, no estar ausente en el funeral.
Cuando llegué, el olor nauseabundo de las flores de la sala y la muchedumbre entretenida y atribulada casi me hizo regresar. Con interminables pasos llegué hasta el féretro. El muerto estaba solo, pálido, frío, desconocido.
Me di cuenta que en la mano derecha tenía el anillo inconfundible de mi padre. No pude llorar mi muerte, me sentía mejor.
María Fabiana Calderari-