Muestras

Obras premiadas del Concursos “Al ritmo del 2×4”

Nostálgico boliche milonguero –

(Primer Premio – Concurso “Al ritmo del 2×4”)

¡Qué viejo estoy!!! Y últimamente, como todo viejo que piensa que le queda poca cuerda, me ha dado por remontarme hacia atrás en el tiempo. Como para ganarle de mano a la picota que, me parece, anda rondando por acá. Siento unos golpes que retumban cerca y hacer temblar mi corazón.

Mis paredes están descascaradas y la pintura… ¡si te he visto no me acuerdo! El gallego nunca se preocupó por, como quien dice, “lavarme la cara”… remozarme un poco… Lo único que quería era amarrocar la guita que le permitiera volver a España y darse corte con que se había “hecho la América”. Lo demás no importaba…

De mi fachada, sólo queda una facha deplorable. El cartel que puso cuando inauguramos decía con grandes letras pitucas CAFÉ Y DESPACHO DE BEBIDAS … Hoy dice …FE Y DES…..BIDAS. ¿Qué ironía, no? FE…? ¿en qué? ¿y DES BEBIDAS…? Podríamos traducirlo como … ¿FALTA DE VIDAS…?

Las letras que faltan se las llevó el tiempo y se fundieron en el agua de tantas lluvias! Ya ni me acuerdo cuándo se cerró para siempre esa puerta… esa puerta por la que entró tanta gente importante… y de la otra!!

Si yo les contara…!

Lo único que me molesta ahora, es este desagradable tufillo ácido que quedó flotando en el aire a pesar del tiempo, con reminiscencias de mortadela, queso y salame… Es un olor que parece haberse incrustado en el ambiente… Y… también,,,! Fueron años de hacer ‘sangüches’ para calmar el hambre de los parroquianos y para acompañar los vinos del ocio y de la espera.

Y ni les cuento de las milongas que se armaban acá! Estábamos de moda y se llenaba de bailarines milongueros. En cuanto sonaba la vitrola, salían a sacarle viruta al piso con unos tangazos de aquellos, que les permitían lucirse a las parejas con sus cortes y quebradas. Paraban de bailar sólo cuando cantaba “el Mudo” y se emocionaban escuchando al Zorzal Criollo. Aaaah…! Gardelito…!!

Qué falta nos has hecho!!! ¿Por qué te fuiste tan pronto?

Para la ocasión, todos se empilchaban de primera. Los tipos venían de punta en blanco, a ver si ligaban.

Traje negro ajustado, lengue y funyi. Los tarros bien lustrados y dispuestos a pasarla bien. Las minas se tiraban el ropero encima: grandes escotes, pañuelo gatito al cuello y las faldas bien pegadas, dibujando las formas del cuerpo. Medias negras y unos tacones que no sé como no se caían de ahí arriba al bailar… Y por supuesto…! Pintadas como una puerta y perfumadas con Agua Florida.

Algunas enganchaban… otras nada, pero insistían y volvían… Quién le dice que por ahí algún solitario picara el anzuelo y le diera forma humana a su berretín…

De vez en cuando, venía gente importante. Recuerdo que una noche apareció un desconocido con un grupo de amigos y se pusieron a charlar de tango. Me interesó y paré la oreja cuando oí que nombraban a Piazzola. El tipo era un tal José Bragato y contó cosas muy interesantes sobre su amistad con él. A tal punto que terminó siendo el arreglador y el copista “oficial” de todas las partituras del gran Astor y finalmente, el depositario de una gran parte de la obra que había pasado por sus manos de copista y otras partituras que pudo rescatar. Todo ese material tan importante lo donó a la Biblioteca de Música “Astor Piazzola” que se encuentra en la Fundación “Papelnonos”, en Mar del Plata. Allí hay obras orquestadas para cuartetos, quintetos, octetos, nonetos y hasta para orquesta sinfónica, todas escritas y arregladas por este señor Bragato que, además, fue el que introdujo en la orquesta de tango, el violoncello, que él mismo tocaba.

Toda su vida lo acompañó este instrumento que era un Nicolás Galeano, fabricado en Nápoles en 1723.

Yo de esto no entiendo nada pero debe de ser una joyita por la forma en que se refería a él.

Todo esto que cuento me ha venido a la memoria como por arte de magia. Se nota que estoy viejo porque estos recuerdos se me cayeron encima de golpe, como la parva sobre el pajarito y me desviaron de lo que realmente quería contar.

Resulta que a los pocos años de abrir este boliche Milonguero, tanto era el éxito que el trabajo lo superó.

Le iba muy bien a Rodríguez. Entonces hizo venir de España a una sobrina, hija de su hermana viuda, para que lo ayudara, porque –desconfiado el gallego- no quería lolas con extraños.

Y la piba vino. Jovencita era, y muy agraciada. ¡¡Qué papusa, hermano!! Eso dijeron unos cuantos cuando la vieron. Se llamaba Rosario, pero con el tiempo casi todos la llamaban la Galleguita.

Era una luz atendiendo las mesas y para todos tenía una sonrisa y algún dicho saleroso que la hacía más simpática aún.

Como era de suponer, un día apareció el gavilán que echaría sus garras sobre la palomita.

Tipo pintón, buena labia, la engatusó de tal manera que la piba se enamoró perdidamente y el gavión hizo con ella, lo que quiso. Entre otras cosas, le hizo conocer otra vida muy distinta entre las luces de la ciudad y ella se encandiló. Finalmente se la llevó y como ya era mayor, su tío no pudo retenerla. En este momento se me ocurre que le cae como anillo al dedo, ese tango “Galleguita”, que es una historia parecida:

“Ya no sos la galleguita

que llegó un día de abril,

sin más prendas ni tesoros

que tus negros ojos moros

y tu cuerpito gentil.”

Rodríguez se puso muy mal a partir de esto. Tal vez le remordiera la conciencia el haberla hecho venir…

¡Vaya uno a saber…! Lo cierto es que ya nada fue como era. Estaba siempre triste y hasta perdió las ganas de hablar y trabajar como antes –cosa rara en él- lo que significaba que estaba mal, muy mal. Y un día cualquiera, no sé si su bobo dijo ¡basta! O la vida le dijo “hasta aquí llegamos”, lo cierto es que de golpe, me abandonó.

Y aquí estoy, ya hace mucho tiempo, con la única compañía de las arañas que me van tapando con su tela por todos los rincones y los ratones que se vinieron a comer el último pedazo de queso rancio que ha quedado por ahí.

Me ha hecho bien recordar. He oído decir que todo el tiempo pasado fue mejor y así lo creo, porque yo viví una época muy feliz y ahora, mi futuro, se perfila debajo de una topadora.

 

Nanny Davies-

 

 Flotar con los pies en la tierra –

(Segundo Premio Concurso “Al ritmo del 2×4”)

Sería que así debía ser… que iba a ser un día la titular.

Apareció aquel día en la clase de un club de barrio donde a la hora en que las señoras se ponen a cocinar en sus casas empezaba la clase de tango.

Encima lunes, el día de la obligación del trabajo, el día que nadie puede hacer otra cosa que lamentarse por tener que ir al yugo y encima quedan tantos miles de días por delante para el próximo viernes. Pero estaba decidida, ya la academia anterior la había aburrido y decidió pasarse a “otro estilo”.

Y eso que su profesor, aquel muchacho bien parado y de prestancia impecable, corto en las palabras pero generosos en el dar y abrazar con tanta delicadeza y sentimiento, le había dicho un poco por lo bajo, un día glorioso en que le dedicó un tango completo: “vas a bailar bien piba”. Y ella sintió que los 20 abriles volvían a su cuerpo.

Ese muchacho le llevaba varios años en menos. Pero así es este arte, tiene la magia de poder traspasar las barreras que en el mundo serían infranqueables.

Desde el comienzo experimentó con él esa sensación de sentirse flotar.

Sólo quien lo ha vivido sabe qué significa; a veces se comprende en algunas sensaciones del alma que pasan al cuerpo, pero esta experiencia del tango era inversa y novedosa para ella, algo del cuerpo que pasaba al alma y que le saltaba en el pecho como un tambor de parche inquieto y desordenado.

Hasta había hecho una consulta con el cardiólogo porque sentía esa cosa rara en el pecho cuando él la elegía sólo un medio de tango para corregirla muy delicadamente pero con firmeza. En esos brazos aprendió los primeros pasos y sintió lo que significaba flotar sobre tierra firme.

A veces regresaba de las clases con un nudo en la garganta y una lágrima brotando incontenible porque no podía avanzar todo lo que quería. Y se decía, no vuelvo más, esto no es para mi. Y al jueves siguiente volvía y volvía solo para sentirse flotar en esos brazos, ese breve lapso de tiempo en que la contradicción de lo eterno se mezcla con lo efímero y uno no sabe si eso duró cien año o una décima de segundo.

Pero ahí estaba, con su almita de mujer en segunda adolescencia casi por transitar el medio siglo, sus hijos ya no estaban en casa y las noches se hacían eternas a la hora de la cena porque el nido vacío es así.

Necesitaba volver a sentir una pasión, algo que la desmoronara y la levantara por el aire, la llevara vertiginosa en oleadas y la adormeciera cobijada en un abrazo que contuviera tantas cosas indescifrables en las palabras pero tan intensamente sentidas en las “notas de un tango dulzón… que lloraba el bandoneón”(*).

Sin embargo, ya era hora departir, como en la escuela primaria o con el primer amor que no se olvida, ella sabía muy bien que para crecer hay que saber decir adió. Y ya lo había decidido. Iba a cambiar de academia.

Nada le era familiar allí, pero siempre le había costado poco hacerse de amigos así que recomenzar era parte de un ejercicio que la vida enseña muy a menudo pero que siempre nos cuesta ensayar como un duelo que nos regresa a los primeros dolores y al miedo a lo desconocido.

La clase ya había comenzado, paseó la mirada por todas las parejas y algunos solos que caminaban mientras esperaban que se “desparejara” alguien para tener una oportunidad de bailar de a dos.

En ese momento o vio; él bailaba con aquella chica rubia de pies etéreos. Había algo en aquel muchacho que le llamó la atención; su manera de bailar, de abrazar a su compañera, de llevar el paso, de comprender el deseo de esa mujer.

Casi se dedicó aquella primera clase a observar esa armonía de cuerpos construida vaya a saber si a fuerza de ensayar, de un amor traducido en gesto o por propia fantasía.

Como hilos sensitivos de una red invisible, las armonías del alma se hacen piel y sentimiento cuando el arte de cualquier naturaleza es la herramienta para expresar esa cualidad.

En ese mismo instante pensó: un día voy a ser la titular. Y se rió de semejante osadía.

Es que él ni la veía, se tomaba su tiempo para empezar cada clase sentado mirando de lejos un poco ausente en sus pensamientos, conversando con alguien, lo mismo en la milonga, perfil bajo dirían unos; timidez, vocación de solitario o vaya a saber qué.

Siempre le pareció un personaje un poco sombrío, triste. Algún golpe de la vida seguramente, soledad quizás, esa soledad que ella conocía muy bien a pesar de los años de a dos que llevaba vividos.

Un día en la calesita de la clase, el azar los encontró de frente mientras Di Sarli sonaba y revivía como el día del estreno allá por el año 42, un Bahía Blanca sentido y cadencioso.

Y volvió a latir en ella aquella sensación que casi había olvidado; flotar con los pies en la tierra. Y otra vez se dijo: algún día seré la titular.

Quien estuvo alguna vez en el banco de suplentes sabe perfectamente qué significa ese deseo que por ser tan intenso y depender de la decisión ajena, cobra una relevancia y se nutre de una energía que a veces revierte resultados insospechados.

Y aquel, que sentado en un banco de suplentes, sumido en la insignificancia de no ser artífice ni de la victoria ni del fracaso, de pronto se siente que los planetas se alinean y sale al juego como a la vida misma para ser el protagonista de una historia que hasta ese momento le era ajena.

Así bailó aquel primer tango con él, tímidamente, probando, sintiendo ese nuevo cuerpo, con miedo a equivocarse, con temor de que nunca más ese momento fuera posible. Era la oportunidad del suplente pero, de a poco se fue soltando, dejándose llevar, empezando a comprender cuánto habría que andar, para llegar a ser un día… La Titular.

(*) Fragmento de “La Canción de Buenos Aires” (1933)

Música: Orestes Cúfaro / Azucena Maizani. Letra: Manuel Romero

 

Marta Elena Espósito-

 

Mirelle –

(Tercer Premio Concurso “Al ritmo del 2×4”)

Fueron famosos los conventillos del lugar, como el de “María la Lunga” en Castro Barros 433.

Cuando aún estaba en la escuela de monjas del Perpetuo Socorro, Mirelle, tenía esas cualidades innatas que tiene todo bailarín.

Ella había nacido en una familia de clase alta, por lo que le era imposible llegar a bailar el tango.

Los estudios principalmente caían siempre en el bordado, costura, tejido y todo lo relacionado al aseo y las buenas costumbres.

Ya con veintidós años, decidió que esa no era su vida, que quería volar y sentir en sus pies esas alas que le permitían dar los pasos de las milongas que escuchaba a escondidas.

La suerte de vivir en una pequeña chacra en las afueras de Buenos Aires en un lugar destinado a quintas que había sido donado por la familia Almagro, la llevó a conocer la quinta de los Hanzen, lugar donde se vivía y sentía el tango y la milonga.

Una tarde a esos de las seis o siete, se puso un vestido con lunares con la falda bien amplia, cosa de poder permitirse dar pasos largos y hacer arabescos con las rodillas, para que el ocho y una quebrada la hagan sentir plena.

La familia de ella que sabía que estaba en esa casa, decidió que no le permitirían regresar; que el tango sea su vida.

Regresó a su hogar a la madrugada y el ama de llaves la esperaba con una pequeña valija en la puerta de su casa paterna y no la dejó entrar.

Regresó sobre sus pasos, con la cabeza gacha llorando y con una espina grande en su corazón. No sabía dónde se hospedaría… las calles llenas de aromos ya en flor, parecían que brillaban más en una noche de luna llena.

Llegar al famoso conventillo de la calle Castro Barros 433, más conocido como el conventillo de La Lunga, fue un desafío, ya que había que ser valiente para llegar allí, mas ella, que venía de una familia de clase muy acomodada para la época.

Recordemos que en ese lugar, se reunían las patotas que salían de los mataderos y frigoríficos de la zona.

Era una casa de dos plantas con piso de pinotea, que brillaban gracias al lustre que le daba La Lunga, cuyo origen era incierto. No se sabía si era tana, eslovena o de qué país de Europa había llegado, dado su cocoliche atravesado.

Allí recayó Mirelle. Enseguida hizo buenas migas con Griseta, una francesa que llegó desde el Moulin Rouge, engañada, con promesa de trabajo estable y espejitos de colores

El Pampa Sabino, hombre de averías y malas juntas, no tardaría en conquistar a es aniña que no estaba aún al tanto del tipo de vida que llevaba este rufián; ella sólo quería bailar.

El baile y el amor, la llevaron a dejar de lado todo. En esa pensión, se ganaba la vida bordando y cociendo las prendas que le pedían las otras chicas que trabajaban casi todas en un cabaret del bajo porteño.

El Pampa, los primero tiempos la trató como a una reina, pero después por culpa de su adicción al vino y la ginebra, comenzó a maltratarla y no la dejaba salir. Su pena se hacía cada vez más grande y sus trabajos se deterioraban día a día, ya que sus manos estaban frágiles. Solía toser y el Pampa, la castigaba cada día más.

Después de cuatro años de sufrimiento dentro de esas cuatro paredes, el Pampa encontró a la salida de un baile, la horma de su zapato y fue apuñalado por otro rufián de mala monta, más conocido como el Loco Cepeda, un matón a sueldo del político de turno.

No lo pensó más. Lo despidió como se debía en esa época al Pampa y, al regresar, quemó todas sus cosas, par ano recordarlo más… y se cambió el nombre. De ahí en más no se llamaría más Mirelle, sino Mireya.

Así comenzó la historia de quien sería la rubia más mentada, la más codiciada de todos los cabaret de Buenos Aires; ella les enseñó a bailar y también a amar a muchos personajes de la sociedad porteña.

Siempre vivió en el conventillo de La Lunga. Allí la conocían como La Oriental o La Colorada. Su vida fuera de allí era otra cosa, mucho más licenciosa y promiscua.

Necesitaba sacarse de encima la cruz que tenía por haber sido echada de esa familia pudiente así que rompió muchos corazones adinerados y les sacaba el dinero que ella quería.

Como no podría ser de otra forma, esa tos que comenzó en su juventud por lavar en las afueras del conventillo, se convirtió –ya de grande- en una tuberculosis muy avanzada que la llevó a recluirse en esa pieza que la vio sufrir, trabajar, brillar y amar.

En la zona de Almagro, se sabe y se siente, entre las plantas de la plaza, el aroma a azahares del perfume de la rubia Mireya, patrimonio del barrio.

 

Oscar Alfredo Costanzo

 

MENCIONES

Tango mortal

(1ra. Mención Concurso “Al ritmo del 2×4”)

Marión había nacido para el tango.

Usaba el pelo renegrido cortado “a la garzón” y enfundaba su voluptuoso cuerpo en un ajustadísimo vestido negro. Un enorme tajo en el costado derecho de la falda dejaba al descubierto la perfección de su pierna que remataba en un zapato de altísimo taco de metal.

Cuando llegaba al salón elegido para esa noche, hombres y mujeres quedaban sin aliento. Su presencia no podía pasar inadvertida nunca.

Daba una vuelta por el borde la pista haciendo un reconocimiento del terreno y su paso lento y felino no impedía que resalten en la penumbra sus ojos. Eran los ojos de una fiera.

Consciente del temor que generaba su personalidad y seguridad en sí misma, se obligaba a adoptar una actitud sumisa. Sólo así algún hombre se animaría a acercarse a ella.

Con una estudiada expresión ingenua y dócil, elegía algún lugar estratégicamente dispuesto y allí se sentaba para esperar al primer intrépido.

Su mirada se posaba ahora sobre cada uno de hombres presentes, adivinando el deseo que los quemaba y reprimiendo el odio que le provocaban.

Pero el destello de aquellos ojos no daban margen de dudas a quien supiera mirar “un poco más allá”.

El ritual se repitió también aquella noche. Un joven morocho y alto, de encantadora sonrisa la cabeceó desde el otro lado del salón. Marión sintió la familiar sensación de ansiedad e impaciencia, y asintió. El se acercó y tomándole el brazo suavemente la llevó hasta el centro de la pista. Fue simultáneo; ellos comenzaron a bailar y las demás parejas se esfumaron. Sus pies se movían con tal destreza y velocidad al compás del dos por cuatro, que los tacos metálicos de sus zapatos, increíblemente finos, eran un latigazo brillante que devolvía la luz de los reflectores del techo. El hombre la apretaba contra su cuerpo y era tal la sincronización que había entre ellos que parecían uno. Los cortes y las quebradas les daban alas a sus pies mientras el público silbaba y aplaudía frenéticamente entre el rancio olor a humo y alcohol.

El bailarín extasiado le murmuró algo al oído. Ella asintió con una mueca que se parecía a una sonrisa y juntos salieron de la pista. Las otras parejas llenaron inmediatamente el centro del salón y el baile siguió su curso.

Los vieron irse juntos y abrazados.

Cualquiera hubiera dicho que se estaban enamorando.

Caminaban por calles empedradas cuya oscuridad era interrumpida brevemente por la luz mortecina de las farola sde las esquinas. El le susurraba cosas románticas y ella sin escucharlo recordaba.

Su infancia pobre y las penurias y humillaciones que vivió, le seguían doliendo hoy.

Sacudió la cabeza para alejarlo de su mente pero, fue imposible. Su nariz llena de marcas de viruela, su aliento a alcohol, su brutalidad, y sus manos… asquerosas manos que no podía esquivar cuando su madre la dejaba sola en la casa para ir a trabajar.

Este repugnante ser estaba al acecho sabiendo que jamás se lo diría a ella. No podía destruir lo poco que su madre viuda creía haber encontrado de bueno en esta alimaña. ¡Cuánto lo odiaba! A él y a todos los hombres porque “eran todos iguales”, como le escuchaba decir a su madre con frecuencia.

Esperaba ansiosa irse de allí. Necesitaba salir de ese agujero inmundo y lo hizo pronto.

La mano sobre su hombro la volvió a la realidad.

Seguían caminando por calles solitarias hasta que comenzaron a ver imágenes del Riachuelo. Pese al olor nauseabundo, Marión insistió en sentarse en un banco muy cerca del río. El joven accedió, enloquecido de pasión por la misteriosa muchacha.

Atrayéndola hacia él la beso largamente. Sólo un gemido se escuchó en la oscuridad y luego, un profundo silencio.

La noche siguiente, mientras caminaba hacia el cabaret, Marión escuchó el pregón del canillita. Compró el diario y leyó los titulares: “Uno más en la serie de recientes asesinatos”. “Esta mañana se encontró flotando en el Riachuelo, el cuerpo de un hombres joven, asesinado de la misma forma que otros en los últimos tiempos”.

Su cara se transformó en una máscara sardónica y sintió algo parecido al placer mientras seguía leyendo… “el infortunado murió, como los anteriores, con el taco de metal de un zapato de mujer clavado en el medio del pecho”.

Se la vio un corto tiempo por los bailes de los arrabales y un día, simplemente desapareció. He escuchado muchas veces esta historia, aunque los finales difieren. Uno cuenta que terminó sus días en un internado neuropsiquiátrico y el otro que en medio de ese odio infinito a los hombres, tuvo un instante de cordura y al comprender la dimensión de lo que había hecho, se suicidó tirándose a las espantosas aguas del Riachuelo. Lo cierto es que mucha gente asegura haberla visto con los ojos brillantes como el fuego, caminando en las noches sobre la superficie del río con un zapato de altísimo taco e metal entre las manos.

Alba Beatriz Pérez-

 

Antoñito, el pibe de Barracas

(2ra. Mención Concurso “Al ritmo del 2×4”)

 

Lo poco que se conoce de su vida proviene de las sobremesas en las reuniones anuales que mantenemos, hace tantos años, los reservistas del Escuadrón Chancay del Regimiento de Granaderos a Caballo General José de San Martín. Me estoy refiriendo a don Antonio Guarnerio. Para nosotros Tony vino al mundo ya vestido de fajina y rapado. Nació en el cuartel, aquel 12 de febrero de 1964, cuando llegamos para hacer la conscripción.

Lo estoy viendo. Alto, flaco y pura nariz. Cuando se ponía el uniforme de gala su cara se transfiguraba. Mostraba una fiereza que el Coronel Pringles hubiera querido que lucieran sus granaderos en el combate.

Esa es la razón por la que la historia de Tony tiene un oscuro «antes» de malevo y un luminoso «después» de empresario gastronómico.

Nunca me importó el antes que nos contara alguna vez Julio, uno de los mozos de parrilla, cuando aludió a su fama por las barracas y que a los diez y nueve años ya debía la muerte. Fue un lance limpio con un guapo integrante de la barra brava de Boca al que dejó boqueando con la guata ventilada en un charco de orina, en las escaleras de la bombonera.

La aventura tenía que volver a su vida cuando cruzara los portones del cuartel por última vez y por eso cambió el birrete marrón de soldado por una gorra blanca de marinero enganchándose en un barco de transporte de ovejas en pie, que por esas cosas de la vida, se quedó haciendo travesías en China con Antoñito a bordo.

Pero como todo lo bueno tiene fecha de vencimiento, una noche de tormenta hubo una pelea en el barco con un capitán enojado por amores contrariados. Fue la gota que colmó el vaso, precipitando el regreso de Tony a su Buenos Aires querido. Y no vino solo; trajo un montón de dólares ahorrados en su vida marinera que invirtió comprando un taller mecánico en la calle Defensa, frente al parque Lezama. Era una casa centenaria en un local de comercio.

Una mañana se despertó y se encontró con que la Argentina había entrado en guerra con Gran Bretaña. Los reservistas del Chancay, con Negronida a la cabeza, se anotaron como voluntarios y se quedaron esperando la llamada de la patria, pero la rendición llegó antes.

Los años 80 fueron años de altibajos económicos que dejaron en claro en la cabeza de Tony que la gente usaba menos tiempo para almorzar y que había que arrimarle el alimento a su lugar de trabajo. Seguramente esas fueron las razones por las que construyó un trailer parrillero que le permitía salir a vender por los barrios. La parrilla incorporada y bajo techo, que permitía ser atendida desde adentro del trailer, fue inventada por Tony y – obviamente – la suya, fue la primera que circuló por la ciudad, estacionando en la esquina de las grandes fábricas.

La aventura de alimentar a la familia con el trailer duró poco, porque una noche se lo robaron. Completo; con todo adentro. Lo buscó por todo Buenos Aires durante más de un mes, hasta que sus amigos lo convencieron de parar con la búsqueda. Probablemente «los cacos» lo habrían sacado de la ciudad y llevado a otro lado inmediatamente.

Ese suceso y el dicho famoso acerca de que las patadas en el culo empujan para adelante, lo decidió a poner una parrilla tanguera en el local del taller. Lo primero que hizo fue tapar la fosa, acción que se transformó, ni más ni menos, que en el entierro del taller.

La verdad es que con la parrilla la pegó, aún cuando empezara de muy abajo. Las mesas eran crotas, compradas en una isla del Tigre, que resultaron estar fabricadas con madera de álamo recién talado y sin estacionar. No solo las mesas empezaron a arquearse sino que también le salían retoños en las patas. Las sillas, al principio, fueron un muestrario. Eran todas diferentes y difícilmente podían enyuntarse. Las paredes, sin revoque, exhibían cualquier poster o cuadro que pudiera esconder alguna mancha de humedad o de grasa que las habitaban.

Los manteles de papel de diario primero y de madera después, duraron muy poco porque la parrilla se hizo famosa rápidamente.

La buena ubicación, la higiene, la calidad de lo que se consumía, unido a una esmerada atención, hicieron el milagro. Poco a poco se transformó en una parrilla respetada y valorada. Fue entonces que aparecieron las mesas buenas, las sillas parejas y los manteles y las servilletas de género cuadrillé blanca y bordó.

Evidentemente ese era su lugar en el mundo y pasó a ser, durante años, nuestro lugar de reuniones. Pero un día «el barba» fue mudado de prepo por incompatibilidad de caracteres y nosotros – como no podía ser de otra manera – sin averiguar mucho, hicimos causa común y nos mudamos con él.

Le costó encontrar algo parecido pero al final aterrizó en El Vulcano. Bolívar e Ituzaingó. Y nosotros con él.

No se puede quejar. No cualquiera esta viviendo tan intensamente su cuarto de hora sobre esta tierra y puede, incluso, caminarla sobre el césped cuidado de alguna cancha de golf.

Bien ganado tiene su tango, aunque aún sin música, que dice:

 

«El barba» mira cuidando

– atento en el mostrador –

Como se trata al cliente

y como huele el roquefort.

No se le escapa detalle

de un buen trato al atender

manda un jerez al que llega

y habanos con el café.

Cuanto tiempo que ha pasado

desde aquella conscripción

«el barba» se uso el funyi

cuando se sacó el morrión.

Hacía temblar las mucamas

por Dumond y sus confines,

taconeaba igual de fuerte

con botas o mocasines.

Se fue agrandando su fama

se hizo más fea su trucha

taita de parque Lezama

donde su fama fue mucha.

Pero un buen día Antoñito

hizo a un lado su facón,

lo cambió por una faja,

un moño y un cucharón.

Hoy pueden reconocerlo

en la parrilla El Vulcano,

es feo como ninguno,

y tiene cara de macho,

una barba bien cuidada

y de Cyrano el penacho.

 

Ricardo Gustavo Creimer-

 

Un tango para Catalina –

(3ra. Mención Concurso “Al ritmo del 2×4”)

Esta es una de esas historias que se originan en el campo, específicamente en el Alto Río Senguerr. Allí el frío es crudo y el viento, con zumbido agudo, susurra al oído anécdotas inolvidables…

Un 15 de julio de 1935 fue el día en que la madre Catalina concibió a su hijo. Ni bien la partera terminó la función, su marido “Tito” le dijo: “Cebate unos mates Catalina, hay que festejar el nacimiento de nuestro primer hijo varón”.

Mientras compartían esos “amargos” se escuchaba de fondo Radio Libertad que permitía apreciar a Carlos Gardel; el sonido no era bueno, pero esa voz dulce era inconfundible… el Morocho del Abasto cada día canta mejor. Fue justo en ese momento cuando ocurre algo mágico; en el vientre de Catalina faltaba un “destino por parir”; tuvo que dejar los mates y prepararse para el nacimiento de ese segundo hijo prodigio, al que la historia del Tango, lo definiría para siempre como: “El Pelao milonguero”.

El llanto del niño marca las dos primeras notas de un compás tanguero. Nació entre tango y mate un inesperado milonguero. Así como se desprendió de la teta de su madre, el destino le arrancó un viaje interminable hacia el mundo del tango.

“El Pelao”, petiso y narigón como todos lo conocíamos en el pueblo, carecía de elegancia natural y sus dotes físicos no le permitían competir con la fuerza de los gauchos patagónicos; su postura era encorvada, la chuequera y corta estatura no le facilitaba el chamuyo frente a las mujeres; sin embargo, en el momento de bailar, su metamorfosis empezaba a mostrar el brillo de la sensualidad. Este danzar único, con paso corto y a traspié, le permitía seguir un compás que dibujaba corcheas de amor sobre la viruta milonguera.

En cuanto se instaló en Buenos Aires ya sabíamos que lo perderíamos para siempre, porque como dice Le Pera: “viajero que huye tarde o temprano detiene su andar”; y fue justamente en esa “meca” del Tango donde encontró sentido a la vida; a tal punto que el mismísimo “Gordo Pichuco” lo apadrinó como su bailarín de escenario.

Quién iba a imaginar que el “Pelao” triunfaría en la capital, que diría “la Catalina” si lo viera vestido de traje y corbata con zapatos de charol brillantes como su orgullo. El tango era su pasión, la milonga su amante; con ambas recorrería el mundo triunfando por doquier.

Madre mapuche, padre tehuelche, hijo tanguero de la tierra patagónica. El viento lo impulsó hacia el triunfo y como una ráfaga se instaló en el corazón de los milongueros.

Con respecto a las damas de mediados de siglo, tenemos que decir que se mostraban insatisfechas frente a cualquier bailarín “frío”; pero en cuanto caían sobre el torso del “Pelao”, encontraban un corazón que no cansaba de latir al dos por cuatro; su panza prominente las recibía de una manera tal que se sentían flotando sobre los tacos aguja y sus ojos semiabiertos expresaban un rostro cuasi-orgásmico al bailar, que solo el “Pelao milonguero” se los podía brindar. Siempre estaba acompañado de una foto de “Carlitos” Gardel, aquel joven que con el primer tango cantado había sido cómplice de su nacimiento y que después de su trágica muerte en Medellín, se transformaría para el “Pelao”, en un “Dios supremo” al que le dedicaría cada segundo de su baile. En sus exhibiciones siempre oraba a “San Carlos” pidiéndole una noche más de aplausos, elemento fundamental en el motor del alma.

Esta historia del “Pelao”, es como el tango: “tiene olor a vida”; y como la vida tiene sus vueltas, a quien sorprendería esta vez el destino, es a mi…

En un verano caluroso de 1975 (por cuestiones laborales) tuve que viajar a Buenos Aires y en cada momento que deambulaba por la capital me preguntaba si el “Pelao” andaría por aquí; justo a las 11 p.m. de un sábado, horario que a mí siempre me dan ganas de fumar, bajé del hotel en el que me hospedaba a comprar “puchos”, y cuando estoy cruzando la calle Balcarce, ahí lo veo: era el “Pelao”.

Se bajaba de una limousine de color negra espléndida como su traje, y de cada brazo colgaban dos damiselas con faldas tan cortas que permitían observar esas piernas largas y estilizadas por el Tango. Debo confesar que después de tanto tiempo sin vernos me daba vergüenza saludarlo; que le iba a decir yo, un hombre de campo que perduró en el frío Senguerr criando ovejas, a él, un hombre de mundo acostumbrado al ruido de la urbe y de la metrópolis.

La cuestión que al observar que se dirigían a la entrada de la clásica “Flor de milonga” situada en San Telmo, me acerqué un poco más sin animarme a llamarlo, quedé mudo y estupefacto frente a su pulcritud engominada; sin embargo, en cuanto giró su cabeza, fue automático; me clavó la mirada y entre la multitud me gritó: ¡”Negrito!, ¡Hermano querido!”.

En ese instante corrí a abrazarlo, lloramos desgarradamente como lloraba aquel violín del Viejo ciego cantado por Goyeneche.

Después de 20 años (aunque para Gardel no son nada), dos gemelos de sangre, se unían por medio de un abrazo entre carcajada y llanto como si nunca se hubiesen separado del útero materno; en ese momento éramos el “Pelao” y “Cachito” del Senguerr, y nada más.

A partir de ahí no nos separamos más así como yo no me separé más del tango, este pasó a ser mi filosofía de vida. Hoy, con 76 años, supe entender que “el tango es único y sabe esperar”, esperó nuestro encuentro como espera la “queja de bandoneón” cuando dos personas están por bailar.

Ramiro Jorge Ruiz

 

Relatos de la Srta. Aldana y
el fantasma del tango

– Mención Especial – Premio Incentivo

Todo comenzó una fría noche de invierno, la ventana chillaba por el fuerte viento patagónico, ya mis ojos se estaban cerrando a causa del sueño que tenía, escuché un ruido muy extraño unos tacones caminaban rápidamente hacia mi cama no estaba segura porque ya que mi madre dormía y ella es la única que usa esos tacos ruidosos, miré el reloj que con su tic tac al compás marcaba las doce de la medianoche un humo extraño empezó a brotar por debajo de mi cama y una dulce pero potente voz me dijo:

  • Che piba despertate… tengo algo que contarte!!!

De un salto me subí arriba de mi cama y abrazada a mi almohada le pregunté a esa silueta de sombrero chistoso:

– Buenas noches “pebeta” mi nombre es Carlos Gardel pero me dicen Carlitos sabés.

Mucho gusto señor Carlitos mi abuelo me habló mucho de usted dice que era el zorzal criollo, y que las mujeres se desmayaban al escuchar sus famosos tangos y milongas. Mi nombre es Aldana en que puedo ayudarlo?

Rápido ven conmigo me dijo y saltamos por mi ventana apareciendo en una polvorienta calle llamada Guardia Vieja en el año 1911, Carlitos me contó que en este lugar nació su carrera de cantante que fue esa noche cuando se batió a duelo musical con “El Oriental” José Razzano. En ese duelo no ganó ninguno de los dos me dijo. Pero aquí comenzó todo sabés…

Grabe muchas películas, me enamoré, viajé, y conquiste los cien barrios porteños y lugares lejanos del mapa hasta que la mano de Dios me arrebató en el cielo y me contrató para trabajar arriba.

Srta. Aldana me dijo mirándome a los ojos, la llama se está apagando, la juventud está perdida, peleas, alcohol y drogas, las raíces de mi querido tango se están secando. Por favor ayúdeme a avivar el fuego.

Nuevamente tomó mi mano y mis pijamas se enredaron entre los noventa y el año dos mil.

Uyy mirá un floguer Carlitos le dije, y el se agarraba la cabeza y se acomodaba su sombrero que después de todo no era tan chistoso sino hasta tenía un aire elegante de su época.

Te das cuenta querida, esto es tremendo mirá esa niña de allá no le veo los ojos de tanto hierro y alambre que tiene en la cara, no Carlitos son piercings le contesté está de re onda.

Ma que onda ni onda donde está el amor al arte, a la buena música, a las letras que te estallan en el pecho y te hacen pensar el arte se lleva en la sangre, en el amor a la música, en el baile, cuando llevas a una dama al ritmo de un dos por cuatro no en la cara.

Y bueno don Carlitos son tiempos modernos, la tristeza en sus ojos me llegó hasta lo más profundo de mi corazón, y me di cuenta de que se sentía como se le partía el alma cuando la gente poco a poco olvidaba aquella melodiosa música llamada TANGO.

No se preocupe lo ayudaré; mañana mismo me juntaré con mis amigas y vamos a tratar de resolver el problema, que le parece si me sigue contando su vida y sus logros para que me de una idea de cómo prender la chispa en las vidas de mis vecinos, mi ciudad y aún más por qué no, mi país.

Complaceré tu deseo pero primero: Cantate un tango Carlitos!!!!

 

Yo adivino el parpadeo

de las luces que a lo lejos

van marcando mi retorno.

 

Son las mismas que alumbraron

con sus pálidos reflejos

hondas horas de dolor.

 

Y aunque no quise el regreso

siempre se vuelve

al primer amor.

 

La vieja calle

donde me cobijo

tuya es su vida

tuyo es su querer.

 

Bajo el burlón

mirar de las estrellas

que con indiferencia

hoy me ven volver.

 

Volver

con la frente marchita

las nieves del tiempo

platearon mi sien.

 

Sentir

que es un soplo la vida

que veinte años no es nada

que febril la mirada

errante en las sombras

te busca y te nombra.

 

Vivir

con el alma aferrada

a un dulce recuerdo

que lloro otra vez.

 

Tengo miedo del encuentro

con el pasado que vuelve

a enfrentarse con mi vida.

 

Tengo miedo de las noches

que pobladas de recuerdos

encadenen mi soñar.

 

Pero el viajero que huye

tarde o temprano

detiene su andar.

 

Y aunque el olvido

que todo destruye

haya matado mi vieja ilusión.

 

Guardo escondida

una esperanza humilde

que es toda la fortuna

de mi corazón.

 

Volver

con la frente marchita

las nieves del tiempo

platearon mi sien.

 

Sentir

que es un soplo la vida

que veinte años no es nada

que febril la mirada

errante en las sombras

te busca y te nombra.

 

Vivir

con el alma aferrada

a un dulce recuerdo

que lloro otra vez.

 

Dedicado a mi abuelo Andrés Díaz que me canta tangos cuando me lleva en su auto a la escuela todos los días.

 

Aldana Rocío Bustamante

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *