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Cuentos

Primera Bailarina

Temprano, a aquella hora en que todo parece entumido y húmedo en la penumbra que escapa lenta y sorpresiva, el albañil entró en la gran estación de intercambio en el sur poniente de la ciudad. Cavilaba sobre la construcción del destino de vida de las personas. Se había enredado en esos pensamientos mientras se aseaba antes de desayunar. Siempre, más tarde, los pensamientos ruedan cuesta abajo hacia la realidad dura, como por ejemplo, el presupuesto familiar o los problemas del trabajo, conflictos con el capataz, el manejo de ciertas supersticiones o creencias que lo entorpecen y más. Pero temprano, en las mañanas, más aún a esa hora en que la mayoría todavía duerme, era posible que él estuviera, aunque despierto, en una especie de extraña vigilia durmiente, que excitaba el pensamiento "elusivo e inútil" decía, "pero altamente creador, que me permite ir hilvanando las ficciones que voy a escribir después". Era como un ejercicio de resolución de problemas, que permitían dar un norte a su obra. Así, de este modo, no sólo necesitaba una motivación para que un viejo abandonara su vida, del todo construida y fácil, y comenzara otra distinta, llena de augurios de fracaso y de horizontes muy lejanos, que tendrían que hacerlo calcular que en el tiempo que le quedaba, sería imposible lograrlo, más aún cuando había instancias de vida, como el amor, la búsqueda de una compañera, incluso el sexo, que ya casi resultaban imposibles de construir en tan poco tiempo; sino también, delinear y estructurar el contenido de ese proyecto, con algún horizonte que permitiera culminar un modelo que posicionara una idea de destino acordado, es decir algo como la motivación para el pensamiento de un eventual lector, que llegara, empujado por la ficción a una convicción de que el destino no era propio, sino construido en la conciencia social. Había buscado los motivos en una vida anterior sometida, insatisfactoria dentro de los logros y comodidades, que se supondría que no serían propios, sino impuestos por la cultura, la sociedad y la personalidad dominante de un padre que no trazaba guías para la realización ajena sino sólo la propia. Enlazar esa realidad con un intento tardío, casi absurdo, había hecho necesario un conflicto tan raro como la muerte del padre dominante en circunstancias en las que era posible hacer al hombre sentir culpa, o incluso dolo, aun cuando esa muerte no fuera inducida por sus acciones directas, pero las fuerzas persistentes de los hechos posteriores, debían reconstruir aquel hecho hasta convertirse, también para él mismo en un parricidio intencional, necesario para rehacer su destino.
El viejo Rrrrabanito conversaba contento con la conductora del tren que entraba a la estación de intercambio. Por sus cálculos, ya que nunca tenía una noción precisa de la hora, sino sólo estimaciones aproximadas, creía que serían cerca de las cinco y veinte de la madrugada y unido ese dato con el de la conductora mujer, había supuesto que quizás las autoridades del ferrocarril habrían decidido que a esa hora se reforzara la conducción de los trenes con mujeres, que resultaban más cumplidoras. Había preguntado a la mujer si ella creía que podía ser así. Ella había sonreído halagada, a nombre de las conductoras; así lo había dicho, pero no creía que los mandamás del metropolitano, todos machos y machistas, tuvieran ese pensamiento. "Es más bien que los conductores hombres, apenas pueden, escapan de este trabajo tedioso, y de mucha responsabilidad, ascendiendo a trabajos de oficina, control, y administración. Nosotras, las mujeres, por nuestro lado, tenemos que aceptar lo que hay. Por eso cada día somos más conductoras". El viejo había bromeado sobre las condiciones laborales de genero, sobre la mirada masculina de ciertas cuestiones y había opinado que "el trabajo de conductor es intrínsecamente proyectivo. Va abriendo el mundo que el tren lleva por delante. ¡Es fantástico!" opinó con entusiasmo, provocando la alegría de la mujer, que por un instante breve, se vio a sí misma como una gran madre que llevaba una caravana de cochecitos donde sus niños, convertidos todos en pasajeros de tren, eran guiados por ella a sus escuelas, paseos y finalmente a cualquiera que fuera su destino futuro. Ella los llevaba, con amor y ternura. En ese momento la cabina pasó frente a la oficina de control de la estación. En el andén opuesto, el viejo vio al albañil con la mirada fija en su morral, que descansaba en el suelo frente a él, y el ceño arrugado, como si meditara en algo que requería alta concentración. Dijo: "¡Miren quien está ahí esperándonos!". La mujer respondió, atenta en el andén de este lado: "Sí, es el conductor que lleva el convoy de regreso" refiriéndose al hombre de azul oscuro que esperaba la detención del tren para abordar la cabina de retorno. "No, no. Es el albañil que está de este lado, concentrado en sus historias de mentiras".
El albañil discurría, recordando el encuentro último con Tereshita, después del estreno del ballet "La siesta del fauno", en que la gente solía proyectar su futuro en torno a los logros y la prosperidad, aun cuando, quizás, la mayoría terminaba construyendo su vida en torno a sus fracasos y en como luchar por superarlos sosteniendo siempre las esperanzas vanas como un motivo de vida. De algún modo concluyó que "el último destino de todos, vistas así las cosas, es en definitiva el gran fracaso de la muerte. Cuando muera Tereshita, sin haber llegado a ser nunca una gran primera bailarina, terminará de construir su gran fracaso, como si su edificio, proyectado, en sus anhelos para doscientos pisos que llegaran, en definitiva, hasta el cielo, sólo se truncara finalmente en el piso noventa y ocho donde se frustran tantos proyectos". El tren entró en el desvío de retorno después de varios minutos y volvió al andén del frente, donde el albañil seguía estructurando sus ideas. "Por eso yo me ocupo del trayecto. Mi afán es decidir cómo se construye el edificio, adelantar el relato del camino, pero no hacerlo. Yo sólo lanzo la mirada en el sentido del movimiento y soy su testigo, pero no me preocupa hacia donde va el camino, me interesa cómo va y que vaya del mejor modo" concluyó cuando el tren finalmente se detuvo frente a él. Se echó el morral a la espalda y entró al primer carro, donde se dejó caer en un asiento sin acompañante y cerró los ojos. Cuando el tren inició, poco después la marcha, él ya había comenzado a ver sus primeras imágenes interiores, lejanas y absurdas, propias del primer sueño: Corría, transversal a las líneas de los ferrocarriles en la estación terminal de trenes de Berlín, algo más allá de la gran techumbre de cristal. Desde ahí gritaba instrucciones a los operadores de las grúas instaladas a ambos costados de la estructura, para que bajaran lentamente unos enormes tramados metálicos que debían encajar a la perfección al centro del espacio de dos torres construidas, una a cada lado del cuerpo principal de la estación, sobre el cristal. Sabía que el ensamble no se iba a lograr. No obstante, su misión era lograr el mejor relato de ese espectáculo, pero desde la posición del jefe del proyecto. Entre sueño y vigilia, sabía que había algo absurdo en su posición, algo no real, y sin embargo no importaba. Lo realmente importante era sortear la carrera lenta y pesada pero inevitable de viejos trenes de vapor, de color óxido, que cada tanto se precipitaban sobre él. No resultaba difícil hacerlo, pero lo distraían de su relato, que debía hacer a viva voz, a la vez que debía hacerse escuchar de los operadores de las grúas. Cuando las estructuras metálicas cayeron sobre los cristales de la estación, haciendo saltar una nube, bellísima, de fragmentos quebrados, desde un tren que expelía un intenso bufido de vapor, saltó, airosa, Tereshita. "Sólo voy de pasada a la heladería de la Conciliación" dijo. Más para los operarios de la obra que para ella, le respondió: "Cualquier triunfo está construido con miles de pequeños grandes fracasos". En ese momento el tren frenó bruscamente, haciendo chirriar sus mecanismos y lanzando a los pasajeros hacia adelante. Mientras el albañil se acomodaba y recuperaba su morral que había sido despedido unos metros más allá, una voz femenina, perfecta, anunció por los parlantes interiores: "Se informa a los señores pasajeros que estaremos detenidos más del tiempo acostumbrado". El albañil pensó que la detención brusca le permitiría recordar el episodio de la estación de trenes de Berlín, con su metáfora del destino construido sobre innumerables fracasos, que de otro modo no habría tenido, jamás, mérito alguno.
Arrastraba la mochila, en uno de cuyos tirantes iba amarrado, por las mangas, el polerón que a su vez también se arrastraba por el suelo de la estación. Llevaba, desde la función de estreno de La siesta del fauno, una sensación de inutilidad y fracaso que le inundaba el cuerpo. Sólo podía superarla, a ratos con locas fantasías imposibles: "Hagamos de cuenta", se decía, "que la primera bailarina al bajar triunfante del escenario" e imaginaba la escena, diferente a la real y llena de elementos falsos, surgidos del germen profundo de su elucubración. La escalera era altísima y estaba rodeada de público que aplaudía su triunfo, aún cuando ese aplauso era de cierto modo hipócrita, nacido de la necesidad de reconocer que el público no podía presenciar medianías, sino sólo éxitos. "Bajaba en ese ambiente, la prima ballerina, saludando halagos que creía sinceros, y por lo tanto los recibía con descuido y arrogancia. De pronto, al bajar en puntas, le fallaba el paso, caía estrepitosamente y se descoyuntaba una rodilla y el tobillo". Treshkaya detiene en este punto su relato, al reconocer que no podía ser real de ese modo y siente una cierta molestia al percibir otra vez la frustración insalvable de su fracaso. "En dos meses de funciones, creo que lo he hecho siempre pésimo. Nadie se habrá fijado en mi, sino sólo para notar mis errores" se dijo apesadumbrada, pero luego, sobreponiéndose a ese pensamiento que la dañaba, continuó, como quien aparta algo que estorba sobre la mesa en que trabaja: "¡Bueno! ¡No importa!. Hagamos de cuenta que de algún modo se rompe una pierna al bajar de escena" y se esforzó por reprimir un cúmulo de imágenes que querían brotar del fondo de sus fantasías, a las que forzó por otro rumbo, que le convenía: "Entonces, no sé por qué, el director... decía que yo era la indicada para reemplazarla". Aunque el relato era interno; aunque esta fantasía no tenía otra misión que calmar la herida de su propia frustración y por tanto, nadie, jamás, podría conocerla, o ni siquiera sospecharla, sintió vergüenza de configurar la narración de este modo y en ella pasar por sobre la reemplazante establecida y las jerarquías que el director, con absoluto conocimiento de los méritos de su cuerpo de baile y de cada una de las bailarinas, había establecido. Se sintió abusando y usurpando una función que no le correspondía, para obligar al director a una decisión que jamás tomaría. Otra vez, sin embargo, forzó los sucesos: "¡Ya! ¡Qué se yo! Así sucedía. Tenía la oportunidad" dijo, como si este paso, esta decisión, fuera dificilísima, aun cuando sólo pertenecía a su mundo interior. "Bailaba entonces, debutando en el papel de la fantasía onírica del fauno, y triunfaba. El público me aplaudía de pie y debía aparecer tres veces a agradecer el aplauso cerrado e incesante". Sintió que se derretía en su espíritu el fracaso y la frustración, y surgían otra vez los anhelos y la alegría. Adoptó la posición de un friso helénico, como si fuera una mujer vestida con una túnica, mirada de costado, que llevaba sobre su hombro un cántaro de vino, que el fauno esperaba recibir. Caminó de costado, sin sobrepasar con un pie la posición del otro sino siempre adelantando el primero para hacer espacio al segundo. Se sintió renovada y creyó que si cultivaba con fuerzas estas fantasías, podían llegar a ser realidad. Este pensamiento la hizo darse cuenta que el fauno de su fantasía no era el bailarín que lo representaba en su cuerpo de ballet, sino el albañil, con su sonrisa aviesa y cínica. Con cierto horror concluyó que quizás no estaba elucubrando su fantasía sino la historia de ficción que el albañil escribía en su cuaderno Navegante. Con un estremecimiento pensó que si sus ficciones podían devenir reales, con sólo pensarlas con intensidad, y ella creía casi firmemente en eso, entonces con mucho más razón deberían ser reales las ficciones de alguien que las ha pensado con tanta fuerza e intensidad que ha llegado a escribirlas dentro de una articulación verosímil. "Entonces no nos espía ni vigila. Sencillamente de alguna manera nos ha poseído con la fuerza de su pensamiento" concluyó, y sólo por un momento se dijo que "tal vez, incluso, somos su creación" pero de inmediato se escandalizó de ese pensamiento y lo reprimió.
Mientras esperaba el tren, en la estación de la Plaza de los Constituyentes, después de evitar el café donde antes se encontraba con Rrrrabanito y el albañil, como venía haciendo desde ya un par de meses, cuando se separó de ellos para ir a la heladería de la Conciliación, huyendo del lance entre ambos; se sentó en uno de los asientos amarillos, adosados a la pared, y pensó que si el viejo podía enfrentar al albañil y ponerlo en jaque, a pesar que él era capaz de anticipar los acontecimientos, quería decir que su poder no podía ser tan grande. "Y por último, qué me importa" se dijo. "Si yo puedo influir en mi destino pensando intensamente cómo sería, y él lo escribe de ese modo, y más todavía, sucede de aquella manera, entonces quiere decir que yo estoy construyendo su historia y no él la mía". Sintió que esta era una buena conclusión que la liberaba del yugo del escritor y con cierta alegría se dijo: "Sigamos entonces. Yo era primera bailarina y lo hacía mejor que la verdadera prima ballerina, así es que el director me dejaba a mi como principal". Vio en su imaginación inconsciente a su mamá, radiante de felicidad junto a Rrrrabanito, entre el público aplaudiendo su actuación. Imaginó que era tal su éxito que el ballet era invitado, gracias a su excelencia, de gira por muchos países, que obvió nombrar; "pero eran europeos". Había cerrado los ojos para disfrutar, en la penumbra de los párpados bajos, la irrealidad de su sueño. Se veía, ahí, proyectada sobre algún escenario desde el cual veía un público vestido de gala en platea e infinidad de personajes elegantes en los innumerables palcos que ocupaban todo el entorno que podía abarcar con la vista. Ella era Odile, en aquella representación, y vestía un tutú negro y vaporoso con el cual parecía un elegante pájaro exótico, que engañaba al príncipe Sigfrido, que corría tras ella en el tercer acto del Lago de los cisnes. El anciano vestía una capa pesada y larga con la que la escondía a los ojos del príncipe. Estaba ahí representando al mago Rothbart. Al darse cuenta que Rrrrabanito estaba en el escenario, fijaba su vista en Sigfrido. Tenía los dientes manchados de amarillo en una sonrisa absurda que no correspondía al papel del príncipe, si no al albañil. Abrió los ojos y el clímax de la orquesta se convirtió en el bramido de un convoy del ferrocarril que se alejaba de la estación. "Ellos no bailan" se dijo. "No son más que sueños: ¡Jamás se harán realidad!" y sintió que la alegría que la había envuelto se nublaba en su viejo fracaso de siempre. Con él subió en el siguiente tren rumbo al teatro de la Ópera.
Mientras llegaba el director, cada uno trabajaba libremente, para calentar el cuerpo y prepararse. Treshkaya, con todo, seguía aún saboreando sus locos sueños sobre el escenario, donde ejecutaba el baile de la primera bailarina. El fauno sonreía y le seguía el juego. Entre ambos improvisaban, también, algunas figuras dentro del estilo del ballet, pero que no pertenecían a la coreografía que representaban en esta ocasión. Al verlos, la primera bailarina subió también al escenario, quizás por celo profesional, tal vez por inseguridad, o bien sólo porque las mujeres son así y la competencia les resulta natural y necesaria. Primero intentó desplazar a Kaya, pero como el fauno se divertía con ella, en la improvisación de figuras, para evitar la apariencia de pérdida se quedó algo más allá ejecutando sus movimientos con precisión, en solitario. "¡Aaah! Muy bien" aplaudió el director al entrar y ver el baile del fauno y Kaya. "¡Muy bien! Tiene mérito... tiene mérito..." aprobó sonriendo, quizás más por simpatía o broma, que por un juicio real. Al menos eso pensó Kaya, cuya autocrítica era muy severa desde que el director le había llamado la atención en el ensayo general. "¡Et bien! y ahora a lo nuestro" dijo palmeando, "Allez!... Vite!". La primera bailarina corrió a la escalerilla del escenario, molesta con lo ocurrido, sintiendo celos de la expresión del director, fuera ésta una broma o no. Más atrás, llena de satisfacción y quizás más metida en sus sueños que en la realidad, Kaya la seguía en estilo griego, como si fuera parte de un friso y llevara un cántaro de vino entre las manos, sobre el hombro. Cuando la primera bailarina llegó al peldaño más alto de la escalerilla, Kaya vio, en su pensamiento profundo, donde sólo se proyectan imágenes inexplicables, sin razón alguna, a la prima ballerina dar un traspié y caer aparatosamente al final de la breve escalerilla, con un tobillo zafado. Al instante la bailarina real dio un mal paso al bajar el escalón. Kaya soltó su cántaro de vino, bajó del friso y se cubrió el rostro con las manos, llena de culpa: "Yo la boté" pensó. "No sé cómo lo hice, pero yo la hice caer" se repitió mientras miraba a la bailarina, caída, al pie del escenario, sollozando, con el tobillo izquierdo roto, entre sus manos.

Kepa Uriberri

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