Cuentos

Una moneda romana en la cordillera patagónica

Ana María Manceda

( En revista Arcoiris 28 , bilingüe francés –español)

 

?¡ Escuchá…escuchá! En estos momentos se está muriendo, es impresionante ¿ No te parece?. Bárbara sintió una opresión en el pecho, es cierto, podía sentir en las notas la última respiración de Isolda. Miró a Federico, su cara arrugada expresaba toda la emoción que le producía la música, sus ojos celestes brillaban, mientras apretaba en su mano la moneda romana, nunca se separaba de ella, según él, era su amuleto. Las notas de “Tristán e Isolda” se expandían moribundas por cada rincón de la cabaña. ¡Por fin terminó! Sintió deseos de llorar, este hombre tenía el poder de hacerla viajar por sus aventuras, su música, tenía que irse, refugiarse en su hogar, era la hora que Julio regresaba de la escuela, extenuado por su doble turno de maestro. Se despidieron, pronto se encontrarían.

Federico había aparecido en sus vidas de la única manera posible, omnipresente. Arribó a esa zona de lagos patagónicos interesado en estudiar las huellas de culturas antiguas. De origen germano, recorría el mundo tras los pasos ancestrales del hombre, antropólogo, había dictado clases en famosas universidades, una vez retirado se dedicaba a lo que le apasionaba. Julio, su marido, lo admiraba pero no dejaba de rebelarse, el viejo se abusaba de cierto dominio sobre ellos. En el trayecto observó el crepúsculo cayendo sobre los bosques ocres y rojos, este lugar de la Patagonia regala chispas de magia que preceden al largo invierno, había que aprovechar cada momento ¡Temporada larga la de las lluvias! Y luego las nevadas. El ruido constante de las gotas sobre los techos de chapa pulía las ilusiones y los proyectos. Cuando las actividades cotidianas se estaban haciendo rutinarias como hachar leña, reparar la salamandra, separar y clasificar hongos recolectados en el bosque, hacer dulces, Federico los invitó a cenar, los esperaba en su cabaña el viernes por la noche.

Ubicados en la mesa de piedra redonda apoyada en la pared del patio, al lado de la parrilla, arropados, disfrutaban del olor de la carne asada y el vino que reflejaba chispas rojas desde su color violeta. Esta vez Wagner no por favor ¿Quizás algo de jazz? La charla placentera transcurrió por las anécdotas pueblerinas, por las visitas de Federico a las cuevas pintadas de la zona y la acción lamentable del hombre en ellas. De pronto el viejo quedó callado, era un momento especial para él, debía proponerles una aventura, dependía de ellos, el resultado cambiaría sus vidas, quería ayudarlos. Por un rato quedaron en silencio, se dejaron seducir por los olores, los sabores y la vista de la luna llena que jugaba a espiarlos entre las hojas amarillentas de los álamos.

?Ya está muy fresco ¿Tomamos el café adentro? Julio encendió el hogar, Bárbara preparó el café mientras Federico disponía unos mapas en la mesa ratona. Se sentaron en cuclillas alrededor de la mesa. Con marcadores de distintos colores Federico les explicaba su secreto, hace mucho tiempo él sabía de un tesoro escondido, de la época de la conquista, en un árbol hueco, fosilizado, tapado por un tapiz musgoso y parte del sotobosque.

?Queda en las cercanías del pueblo, podríamos buscarlo juntos, es de un valor incalculable, yo sé donde venderlo en Europa.

El tiempo parecía haberse entretenido jugando a la búsqueda de la realidad, los jóvenes mudos no pudieron responder a la propuesta, quedaban muchos interrogantes y la situación lindaba con fronteras surrealistas. Hicieron preguntas, dudaron de la veracidad de la historia, cuestionaron la ética de la aventura, de todas maneras se despidieron con la promesa de pensarlo, aunque la respuesta se leía en sus ojos. Luego de despedirse de sus amigos Federico tiró una colchoneta al lado del hogar, apagó las luces, puso su música favorita y se acostó. Sus ojos celestes parecían pertenecer al universo, no a un solo individuo. Levantó la moneda, la cara del emperador romano brilló rojiza ante el resplandor de las llamas, una profunda tristeza lo fue invadiendo ante la certeza del rechazo, ellos eran la última esperanza que le quedaba. A través de la ventana se veía la luna llena ¡Ese poder fascinante que tenía de hacer suya la  energía prestada! Dolía ver tanta belleza. De pronto, una figura agigantada provocada por el fuego del hogar apareció. Destino ¿Venganza? Cuchillo, odio. El pecho del hombre emitió un sonido que escapando de sus labios, huyó decidido a acariciar la plateada luz de la luna. La música del disco llegaba a su fin, Isolda ya no respiraba.

La desaparición de Federico fue tan misteriosa como la aparición en sus vidas. Julio y Bárbara fueron intrigados a la cabaña y no encontraron ningún rastro de él, solo sus discos, algún libro y muchas cenizas en el hogar. Al costado de éste, Bárbara encontró una libreta, como si hubiera escapado de las llamas, la guardó en secreto. Se fueron angustiados, concordaron que Federico algo habría decidido respecto al tesoro y al no tener apoyo de la pareja se fue sin enfrentar una despedida. Los habitantes del pueblo que casi no tenían trato con el hombre creyeron que dio por finalizada su estadía en un pueblo exótico para él. Bárbara sintió el vacío dejado por el viejo antropólogo. Julio se volvió más taciturno. La joven justificó la conducta de su marido como algo natural, al ser oriundo de esa región había heredado la actitud reservada de su pueblo, quizás estuviera aliviado por la desaparición de Federico, incluso llegó a pensar que tenía celos del viejo, pero los meses subsiguientes la actitud agresiva de Julio hizo insoportable la convivencia. En sus momentos de soledad Bárbara pensó en la posibilidad de una separación, no soportaba más vivir de esa manera, hasta sentía temor por la mirada huidiza y fiera de su esposo.

Durante el verano, cuando los días son tan largos que el sol evapora hasta los íntimos pensamientos Julio fue de pesca. El río, con sus pozos y su relieve obstinado de seguir su apariencia externa lo arrastró hasta la nada, nunca se pudo encontrar su cuerpo. Pasó el tiempo, Bárbara, con la fuerza de su juventud se fue reponiendo de la tragedia. Un día encontró la libreta de Federico, decidió afrontar los recuerdos de ese extraño hombre que existió en su pasado. Escrita de manera legible y prolija leyó una narración realizada por el antropólogo.

 

Era Don Alonso González, oriundo de las Tierras de Castilla y en tránsito por tierras patagónicas, se dedicaba al estudio topográfico y preparación de herbarios. Entre sus ropas pardas portaba, en bandolera, una bolsa de cuero de puma en cuyo fondo escondía monedas de oro y joyas heredadas de su familia española. Por encima de éstas un pedazo de cuero tapaba el tesoro, encima de él llevaba los utensilios que usaba para realizar sus estudios. De las monedas que escondía había una que le quitaba el sueño, era de bronce, le fue donada por un tío sin hijos, quería que él la herede, nunca supo como llegó a las manos de su pariente. Fue acuñada en Calagurris entre los 31 y 27 antes de Cristo. En el anverso figuraba la cabeza desnuda del emperador Octavio y en el reverso la figura de un Toro grueso de patas cortas, parado y mirando a la derecha, arriba una leyenda en latín CALAGVRRI. Solo al recordar la antigüedad hacia transpirar a Don Alonso. Él tenía un plan que había elaborado en años, de ahí su decisión de viajar a las Nuevas Tierras. Hasta que decidió que había llegado la hora de esconderlos.

Luego de la cena Don Alonso durmió de manera profunda a sus compañeros de expedición con unos brebajes de hierbas de la región, excepto a su esclavo traído desde el norte de los lagos. Éste debía ayudarlo en una expedición secreta, ya había localizado el lugar donde escondería su tesoro. Había trabajado la conciencia del indígena con raras historias que el pobre no entendía, solo sabía que debía seguir a su amo. Cuando la luna transitaba por el novilunio, amo y esclavo desaparecieron en la oscuridad del bosque. En el trayecto hacia el escondite, Don Alonso recordaba los meses de difícil derrotero por esos paisajes imponentes, bellos y tan extraños a su Castilla natal. Llegado a las costas del Pacífico Sur, se había puesto a las órdenes de Don Pedro de Valdivia, Gobernador de Chile. La orden del Gobernador fue que encontraran los caminos hacia “El Mar del Norte”, pero la mayoría de los expedicionarios ansiaba llegar a la “Ciudad de los Césares” erigida sobre piedras preciosas y oro, la mítica ciudad obsesionaba a los conquistadores.

Los peligros no eran pocos, el clima brutal, el paisaje montañoso, la vegetación boscosa cerrada, los indígenas al acecho y las distancias enormes. Luego de cruzar la cordillera tomaron de esclavos a un grupo de pehuenches, es cuando solicitó a su comandante que le ceda uno de ellos para que lo ayude en sus tareas. Se dirigieron tras meses de travesía hacia la Vega del Cerro Chapelco, en esa belleza imponente acamparon a orillas del lago Lácar. Ahí es donde decidió llevar a cabo su plan, el indígena imperturbable hizo todo lo que se le ordenaba, antes de guardar el tesoro buscó la moneda romana que su amo le exigió, éste la tomó y la apretó entre sus manos. La oscuridad era absoluta, solo algunos ruidos lejanos de algún animal nocturno rompía el silencio. El topógrafo sabía que ahora vendría lo peor, ordenó a su esclavo que levante unos utensilios que habían quedado en el suelo, cuando éste se agachó le dio un justo golpe en la cabeza y lo mató, luego de atarle unas piedras en el cuello lo arrastró hasta un arroyo cercano, de aguas impetuosas, que arrastraría el cadáver hasta el lago y de ahí al océano. Don Alonso llegó extenuado al campamento pero por la mañana se levantó con la energía de siempre a realizar su trabajo, el revuelo se armó cuando se cayó en la cuenta de la falta del esclavo. Se concluyó que quizás se hubiera emborrachado con la bebida de manzanas silvestres que ellos mismos elaboraban y se hubiera despeñado por algún cerro. Sin embargo, en los días siguientes él sentía la mirada penetrante de los otros esclavos, comenzó a sentirse intranquilo, lo único que deseaba era que la expedición termine, sabía que en no muy lejano tiempo volvería por su tesoro.

Las fuerzas de los expedicionarios se iban agotando, habían fracasado en encontrar la “Ciudad de los Césares”. A manera de despedida, en la noche de plenilunio, los esclavos, luego de atender a sus amos, prepararon una ceremonia para sus Dioses, los brebajes alcohólicos fueron compartidos por los expedicionarios. El topógrafo fingió que bebía, no soportaba el alcohol. Por la madrugada todos dormían, la luna gigante iluminaba una de las noches más frías y bellas de ese final de verano. Arropado hasta la cabeza, Don Alonso aún despierto, como en alerta, sintió murmullos y movimientos ligeros, al destaparse solo pudo percibir el último destello de la luna que rozaba su profunda mirada celeste y aterrorizada. Su pecho herido exhaló un silbido que viajó por el bosque huyendo hacia la luz. Luego el silencio.

 

Bárbara quedó impresionada con la historia, debajo de la narración había unos bosquejos que parecían indicaciones de terreno y el dibujo de la moneda que detallaba la historia, sin duda la misma moneda que Federico usaba de amuleto ¿Qué relación habría entre las vicisitudes del tal Don Alonso González y la vida del desaparecido Federico? Un escalofrío le recorrió el cuerpo ¿Acaso no había cierta analogía entre el destino del esclavo y Julio, su marido? Pero el tiempo todo lo puede. Al pasar los años la joven formó un nuevo hogar, los hijos dieron luz a un pasado oscuro que reflejaba su tristeza sobre todo en las noches de otoño. Un domingo, Bárbara y su familia, fueron de excursión al bosque, iban a la tradicional cosecha de hongos para su posterior secado, los chicos entusiasmados corrían junto a su padre por los senderos. Al atardecer luego de merendar resolvieron regresar, era principios de otoño y el frío comenzaba a sentirse, por las ramas desnudas de algunos árboles se esbozaba imponente la luna llena. Mientras guardaban sus cosas Bárbara sintió un silbido, miró asombrada, su marido emitía los sonidos de “Tristán e Isolda”, cosa rara en él, quedó pensativa, recordó la mirada celeste de Federico cuando escuchaba esa música, de pronto observó un objeto extraño entre los pastos del suelo, lo tomó, parecía de metal, lo frotó en su vaquero y lo elevó para mirarlo mejor. Su marido dejó de silbar, su mujer daba vueltas al objeto en el aire, jugando con él como posesa, los últimos reflejos del sol iluminaban una moneda de bronce, en su reverso se divisaba la figura de un toro grueso de patas cortas y en su anverso la cabeza desnuda de un imponente emperador romano. Desesperada buscó refugio en la presencia de su marido, éste, sonriente, la miró amoroso desde sus intensos ojos celestes.

 

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