Cuentos

Posdata de un enamorado (Martín Tacón)

Nosotros, en este triste día, lloramos una vez más a una amiga. Estamos aquí para traer de vuelta a nuestros corazones la memoria de la señora, esposa, hija y poeta Samanta Adelaida Abeijón. Samanta fue para nosotros y muchos más la gloria eterna, la claridad del espíritu y la sonrisa del cielo. El bronce que aquí perpetúa la imagen de la belleza es también la imagen más blanca que alguien pueda tener de la vida. La heroína de la poesía nacional todavía vive en nosotros, en nuestros corazones. He aquí el propio monumento que ella misma nos ha legado, porque vivirá eternamente en sus libros, en sus versos, en cada flor y palabra de su sangre, y en la memoria de todo hombre con voluntad e inteligencia suficiente para leer sus hojas. Hay quienes dicen todavía oír en el rocío de la mañana su angélica voz declamando sus poesías. Hay quienes dicen que es su fuerza celeste la que mueve los ríos y hace cantar a las aves. Y digo, no, sentencio, que no hay gloria más divina que aquella en la que un hombre sea capaz de sentir la energía viviente de un ser amado, incluso sobrepasando las puertas del otro mundo, para traerla de vuelta a nuestros caminos. Pocos de los aquí presentes podemos jactarnos de haber llevado una vida tan plena y digna, y de haber acariciado los corazones de tantos con la punta de una pluma. Aquí, Señor, elevamos nuestras oraciones, que son tan cálidas y benévolas como los brazos con que hace un año recibiste su alma. Rogamos por que haya paz y misericordia en los corazones de quienes con ardor aún la recordamos, y que perdure por siempre en el mundo la santa alegría de haber llorado por su ausencia. En el nombre del Padre, del Hijo y el Espíritu Santo.

 

Se hizo el silencio del arpa y solté el racimo de flores. Cayó sobre su retrato de bronce tapándole la cara. Amén, dije.

Fue así como lo supe, hace un año, un día perdido y azafranado, cuando Samanta derramó por el suelo de la cocina su cacerola de berenjenas y judías verdes hervidas. Qué estúpido es esto, pensé, qué fácil es morirse. La cacerola impactó con fuerza en el suelo y, al segundo, las olas burbujeantes y pastosas inundaron la cocina. Cerca de la mesa del comedor, entre los jarrones de porcelana francesa y las cortinas matrimoniales, la muerte saludó con mirada franca los pies descalzos de Samanta. No te muevas, grité. Las olas verdes amenazaron sus talones con un silencio triunfal. Su cuerpo se había detenido mucho antes de que yo reaccionara, y sus ojos se cerraron para nunca más ser vistos.

Entonces Samanta respiró profundo, tanteó las cortinas con sus manos y soltó un suspiro que me deshizo el corazón. No veo nada, dijo. Es que esto es mejor no verlo, dije en tono jocoso. No, dijo Samanta al mismo tiempo de la última vez que la vi llorar, que me he quedado ciega. No te preocupes, poema de mi alma, dije, no pasa nada. Estaba aterrado, no supe qué hacer, no quise escuchar aquellas palabras, y me dispuse a limpiar el desastre con un trapo húmedo. Las manos me temblaban y de cuando en cuando mis ojos se escapaban buscando los de ella, que permanecía inmóvil frente a las cortinas entreabiertas. Esto no puede estar pasando, pensé. Terminé pronto, y Samanta seguía allí. Me paré a su lado y la abracé, en lágrimas, intentando recordar cuándo fue la última vez que la miré directo a los ojos. Con una mano me acarició la cara. No te preocupes, me dijo, y con la otra mano intentó apartar la cortina. Ese día el otoño se había alzado sobre Las Margaritas y nuestro jardín estaba cubierto de un tapiz de hojas muertas y amarillentas. Por sobre el cerco veía deambular a la gente de otro mundo: un hombre haraposo y desinteresado, dos jovencitos tomados de la mano, un anciano leyendo el periódico, un cartero perdido por el barrio. Todo me recordaba a lo inútil que fui en la vida. Fue así como lo supe, cuando Samanta derramó su cacerola de verduras, que la vida es un acto continuo de prudencia y aceptación. Empezó el otoño, le dije.

El doctor Arévalo Capelli, su médico de toda la vida, defendió con plena integridad su confianza de siempre. La ceguera es permanente, dijo. Al parecer, según nos comentó luego, los cuidados preventivos habían sido eficaces y habían logrado que su vista perdurara por varios años. Mis intentos de encontrarle una solución fueron inútiles. Ya no hay nada que se pueda hacer, afirmó. Samanta aguantó con firmeza las embestidas de la honestidad, aunque no descartó una posible mejoría en su salud. Y del corazón, doctor, preguntó ella, cómo estoy del corazón. Él se encogió de hombros. Le sugiero que se mantenga con rigor al pie de los cuidados, dijo, los avances no son buenos. Y yo aquí, veinte años luchando por sobrevivir a la vejez, pensé, estúpida medicina moderna. Mis gestos ya no eran los mismos. Qué nos recomienda, doctor, pregunté con cierta resignación. El doctor soltó una sonrisa compasiva. Amor, dijo, mucho amor.

Pero él no sabía que amor era todo lo que teníamos. El sol golpeaba con dureza. Cuando llegamos a la casa, sin siquiera decirnos nada, nos metimos en la habitación. La miré a los parpados cerrados, sé que ella me miró también, y nos sonreímos mutuamente como nunca más en la vida. Conecté la caja de gramola y puse el disco de Carlos Gardel. Luego nos desnudamos, nos bañamos con sales y esencias de caléndula, nos secamos con la Acuarelita de arrabal y nos perfumamos bajo una lluvia de hojas frescas de lavanda y bergamota. Al final de la tarde, cuando el calor aún arremetía con fuerza, Samanta se quitó la bata de baño delante del espejo del dormitorio, se puso el collar con plumas de pajarita triste y nos fundimos en las fiebres del sopor del otoño.

En la galería de las antigüedades, como me gusta decirle a la calle de mis amores, las angustias eran las de siempre. No me canso aún de oír sus ruegos. Vamos, hombre, vuelva a la textil, hombre, se le necesita mucho allí, jefe, las suplencias son un caos, don Asensio, vamos, por los buenos tiempos, don. Mi cara lo decía todo. Cuando íbamos de la mano con Samanta, las muchedumbres se apartaban, pero cuando nos soltábamos, la gente se agolpaba a nuestro alrededor. Una firmita, señora, aquí en mi libro, doña, que la leo desde pequeña, es mi favorita, Abéija, una fotito nada más, señora Samanta. A veces veía más cariño en los tratos de sus fervientes seguidores que en los besos de una mariposa y su flor. Gerardo García Moreno, a la lejanía, seguía siendo el mismo de siempre, aunque aquel endulce gentil que lo caracterizaba se había esfumado de sus modales hacía ya varios años. Mira cómo te dejó el puto partido obrero, dijo, a ver cuándo empiezan a cobrar por esas firmitas y se hacen la pasta. Desde luego que no la compartiré contigo, dije. Bah, ya verás que sí, sonrió, ya verás que sí.

Mi trabajo en la fábrica textil no fue nunca muy productivo. Al principio la paga era buena, y para cuando llegué a la gerencia mejor aún, pero ya para entonces los años no me ayudaban. Cuando el partido obrero volvió a perder y llegaron las huelgas mayores que sacudieron el país, decidí dejarlo. Te mantiene tu esposa, me decía García Moreno, estás fregado. A ti los años te fregaron la cabeza, Gerardito, le decía yo.

La tarde había sido espléndida, pero, al regresar, su corazón palpitó más que de costumbre y eso me aterró. No me siento bien, dijo. Se recostó sobre el canapé grande y le llevé una bolsita con hielos y sus medicamentos. Me duele aquí, justo aquí, dijo, entre la esperanza y el corazón. No te preocupes, dije como siempre, en seguida llamo al doctor, ya pasará. Creo haber visto al sol precipitarse desde lo alto del cielo muchas veces para caer detrás de las cierras. Me parece estar perdiendo la audición cada mañana, o serán los benteveos que se quedan sin voz. Algunas veces no encuentro vida en el río de atrás, sino muerte, muerte constante. No hallé nunca la explicación a estos fenómenos, quizá ni siquiera importen, porque lo que no pude explicarme de verdad es cómo un corazón con tanta vida y brillo puede llegar a detenerse así de simple. La crueldad invadió nuestra pajarera con un estallido letal.

La noche fue terrible. La ambulancia llegó y se llevó con su cuerpo el soporte de mi vida. Lo siento muchísimo, don, decían todos, lo siento muchísimo de verdad. Los intentos de reanimarla fueron inútiles. Estúpida medicina moderna, pensé, estúpidas ganas mías de vivir. El médico de turno exploró las manos sin vida de Samanta e intentó sacarle el anillo de bodas, pero lo paré con un bisbiseo suave. No, déjeselo, le dije, ella lo hubiera preferido así. Pedí un minuto a solas con mi esposa y los médicos salieron cerrando la cortinilla de la puerta a su paso. Cuando le tomé la mano, tuve la sensación de que había despertado. Si puedo vivir un año sin ti, poema de mi alma, dije, significa que no debería haberlo intentado.

A la mañana siguiente el anillo de viudo me miró directo a los ojos y me hizo llorar. Entonces la vida nunca fue la misma. Las caminatas desoladas por los senderos alegres del mundo, los desayunos insípidos, los despertares silenciosos, la eterna misa del sábado, el vinito de más. Tal vez sean versos suyos, pero el humor del cielo es ahora tan lozano como la amabilidad de una ortiga. Pienso a veces en que pudo haber escrito su propio epitafio:

El día que me lleven

Será porque así lo quieran

Será con gracia divina

Será con todo y la vida.

 

El día que me lleven

Será porque así yo lo quiera

Soltando hálitos para el cielo

Y lágrimas para la tierra.

 

Durante las noches me invaden el miedo y la tristeza. Siempre recuerdo la noticia del anciano que encontraron muerto en su apartamento, solo, sin que nadie se acordara de él durante dos años. Esto no tiene sentido, pensé, nada tiene sentido así. Samanta gustaba de atildar la armonía de la casa con toda suerte de aves cantoras, pero sus melodías se volvieron un calvario sin ella. A veces pienso en cómo nos tragó la vida. La vejez nos había llegado el día en que el travieso Adonis, hijo menor de nuestros vecinos, rompió uno de los ventanales con la pelota. Pendejo de mierda, exclamó Samanta. Yo me reía al principio, pero luego la situación se repetía, una y mil veces, y advertí que aquello nos había transformado en personas de la tercera edad. Pendejo de mierda, decía yo también.

 

Mis tardes siguientes de viudo fueron tan densas y cargadas como aquel quince de septiembre que fuimos a navegar al río. Este fue el único recuerdo que me dio fuerzas para seguir intentándolo. En aquel entonces teníamos veintiún años. Gerardo García Moreno y yo habíamos terminado la clase temprano y nos fuimos en el auto de su padre hasta la esquina de la Galería de las Terrazas, donde el ingeniero Gutiérrez nos esperaba con una maleta de mano y un cigarro en la boca. Gutiérrez vestía un chaleco de lana fina sobre una camisa color salmón y llevaba los pantalones inmaculados del trabajo. García Moreno también vestía como del trabajo, con cierta holgura en su imagen de universitario esplendente; no como yo, que iba con la camisa sin abotonar y sin corbata, los zapatos desaliñados y el pelo del día anterior. Luego de recoger al ingeniero, García Moreno dio vueltas por el barrio San Benito. Parecía perdido. Daba vueltas por las esquinas, frenaba en los mismos lugares y volvía a repasar el recorrido. No está, dijo. No está quién, pregunté yo. Mi chica, dijo. Entonces volvió a dar otra vuelta, distinta a la anterior; tomó la avenida Santa Fe, dobló en Uriarte, luego en Nicaragua y entró en Las Margaritas.

El día estaba atiborrado, demasiado denso para las vestimentas que llevaban. Me daba calor con sólo verlos. Perfecto para navegar, dijo el ingeniero Gutiérrez. Cuando aparcamos, dos muchachas y un chico nos abordaron pidiendo cigarrillos. Estás hermosa, dijo García Moreno a una de las muchachas. Es el calor, le dijo ella. Mientras tanto, yo me peinaba con los dedos. El ingeniero tomó al chico por la espalda, le sujetó los brazos y le hizo un remolino en la cabeza. Estás igual de pendejo que hace un año, le dijo. Y tú estás igual de, vaciló, y se quedó callado. García Moreno me presentó a Luciana, una estudiante de unos veintitrés años que había conocido en la Facultad de Ingeniería. Este es su hermanito, me dijo mientras le hacía también un remolino en la cabeza, es medio bobo. Y esta es Samanta, me dijo. Y mi mundo se desmoronó a pedazos.

Aquel día fue, sin dudas, el más denso y cargado que haya soportando nunca. En lugar de quitarme la camisa, como hubiese hecho de no haber sido por la presencia de Samanta y Luciana, me la abotoné hasta arriba del cuello. Para llegar al río caminamos entre los alerces tupidos, evitando los barrizales que se habían formado por las lluvias de días atrás. García Moreno iba adelante abrazado a Luciana y hablaba de política y huelgas sindicales, de becas universitarias y compañeros estúpidos de la Facultad. Luciana sólo reía a su lado. Su risa era estrepitosa y rompía con la quietud de la tarde. El ingeniero Gutiérrez iba con Tomasito y no paraba de hacerle bromas o responderle abruptamente a Gerardo sobre las huelgas, que habían ya dejado de ser sandungueras para él. Samanta caminaba en su propio mundo, en su propia atmósfera. Daba saltitos de un lado a otro y corría las ramas que le molestaban con sus manos, no como los demás, que las esquivábamos sin tocar nada. Es un ángel, pensé, uno muy blanco. Ella iba con le pelo suelto y liso que le caía sobre los hombros. Tenía un vestido a cuadros celeste y zapatos blancos de charol. En ciertas ocasiones se detenía y anotaba cosas en un cuaderno. Llegamos al río tras casi una hora de caminata. Qué traes en la maleta, le pregunté al ingeniero. Unas viandas para el viaje, respondió. Traes a tu chica también ahí, bromeó García Moreno. Vete a la mierda, le dijo. Sobre la orilla, el bote de Gerardo flotaba imperturbable sobre aguas de cristal. Nos vamos a hundir, dijo Tomasito. García Moreno y yo mientras tanto desamarramos el bote. Nos vamos a hundir, dijo Luciana. Gutiérrez se sentó dentro de la embarcación, abrió la maleta y desplegó la comida sobre un mantel. Nos vamos a hundir, dijo Samanta.

 

El bote tenía un solo remo, dos chalecos salvavidas y seis pendejos atolondrados a bordo. Sobre las orillas del río caían los alerces taciturnos. El sol era insoportable y la corriente, más tranquila de lo que yo pensaba, nos guiaba a paso de Luna. Samanta se sentó a mi lado y cada tanto anotaba frasecitas que nunca alcancé a leer en su cuaderno. Su vestido flameaba con la brisa y me acariciaba la mano. Para serte sincero, dijo el ingeniero, los huelguistas no estaríamos así de no ser por el puto gobierno que nos acoge. Los sindicalistas están así porque es lo que hacen todos, dijo García Moreno, se rascan los huevos y luego reclaman el salario de los verdaderos trabajadores. Yo no podía parar de mirar a Samanta. Deja de hablar estupideces, dijo el ingeniero, tú fuiste uno de los primeros el semestre anterior, dime qué cambió desde entonces. Todo, dijo García Moreno. De repente una bandada de cotorras sobrevoló el bote. Samanta anotó en su cuaderno. Lo que pasa es que eres tan vago como aquellos, irrumpió Luciana. Tú calla, modorra de marca, dijo el ingeniero, por personas como tú y tu padre estamos como estamos. Ey, no la trates así, saltó Gerardo. Cállense todos, grité, y estiré la mano para tocar el agua. Tomasito hizo lo mismo. El ingeniero y Luciana se pusieron a comer. Tú de qué partido estás, me preguntó Samanta. El sol pegaba fuerte. Del que perdió, le dije. Y no te sumaste a las huelgas, preguntó. Mientras ella hablaba, yo le miraba los labios. Sí, dije, pero hice como Gerardo y me rajé en seguida. Su boca parecía tan suave como el agua que corría por mis manos. Tú de cuál estás, le pregunté. Del que ganó, me dijo, pero también estoy del lado de los sindicalistas. Su boca me miró a los ojos. Entonces no aguanté más y me acerqué a ella. Qué estás escribiendo, le pregunté. Palabras, palabras, dijo. Eso ya lo escuché alguna vez, dije. Ella sonrió. Samanta estiró la mano para tocar el agua. Yo estiré la cara para buscar su aliento. Me saludó con libertad. Busqué sus labios que creía tan suaves. Su vestido buscó mi mano, yo busqué la suya, y mi mundo se desmoronó, una y mil veces, a pedazos sobre el agua.

 

 

 

Ella amaba el latín. En el primer mes de novios le regalé un poemario de Sor Juana. Eres un amor, me dijo. Luego, con los años, sobre todo después de habernos casado, su estilo adquirió un verdadero aire dorado de poetisa nacional. Encontré unos versos suyos en la cajonera de la sala. Estos son:

 

Y volverán con miles de canciones

A festejar patria nuestra querida

Porque allá donde fueron de la gloria

Sembraron arte, frutas y alegría.

Nunca se lo pregunté, quizá por modestia, pero creo que nunca inspiré alguno de sus poemas. Ella amaba su país, y sus tierras merecían cada una de sus coplas. Nunca olvidaré el más bello de sus versos: Tierra y mar son la misma esencia, diferencia es ver el honor en los ojos de una bandera. Qué inútil fui en la vida, pensé. Amé otro aún con más fuerza: el amor es un niño de pantalones cortos. Cuando lo leí por primera vez, me dijo que lo escribió pensando en mí. Yo no le creí.

En la esquina del Colegio María Auxiliadora, mientras saltaba mentalmente medio siglo hacia atrás, descubrí que los años son tan rápidos como lentos los pasos de un viejo. Me puse en cuclillas, procurando arremangar mis pantalones acartonados, y apoyé los nudillos en las baldosas desiguales de la vereda. El tren se tardó un minuto y medio en hacer su pasada habitual. En ese tiempo las señoras de la misa, con sus hábitos de princesas sacramentales sobre las escalinatas amplias del santuario cristiano, se impresionaron con la postura ridícula y quebradiza de aquel viejo solo y enamorado. Un trompetazo anunció mi partida. Mis talones se inclinaron con ligereza y mis codos se flexionaron. Una paloma saltó desde lo alto de una rama cuando el tren asomó su lomo y yo eché a correr, temerario, hacia el otro lado de las vías. En mis tiempos de juventud, junto a los hermanos Molina y su amigo Quinteros, iniciábamos la carrera a la salida de la escuela, apenas visualizábamos el tren por las tiendas de la señorita Vides. Consistía correr hasta el otro lado de las vías antes de que el tren pasara por allí. Los hermanos Molina me odiaban, pues yo siempre les ganaba las carreras. Pero aquél día mi corazón pudo más que las ansias de victoria y el tren cruzó la avenida antes de que yo alcanzara a completar medio camino. Los años corren más rápido, pensé. El anillo de viudo no dejó ni un segundo de mirarme a los ojos.

Varias mañanas y meses por el aire después, al regresar del aniversario en el camposanto, la terapeuta Sovier (nunca me dijo su nombre) hizo su visita habitual. Cómo lo trata la vida, don Asensio, dijo muy alegre. Igual que a las plantas, señorita, contesté. Se volvió a caer, preguntó. No, no, no ando con tanta suerte, dije. Don Asensio, dijo, tiene usted el tono de muerte de un enamorado. La señorita Sovier cumple cada mes con un rutinario examen terapéutico que me recomendó el doctor Capelli, afianzado de la señorita, y son acostumbrados desde ya siete años sus golpecitos suaves en la puerta del frente. Aún huele a verduras en esta pajarera triste, dijo. La pajarera en la que vivimos toda la vida es en realidad un chalet alpino bien amueblado, con un jardín amplio y florido que cae a orillas del río. Cuando la terapeuta entró a la casa, no advertí que seguía desvestido. Disculpe mis modales, dije. Ella me miró de reojo. Ay, no lo había notado, suspiró. Me fui a cambiar en seguida. Me calcé la camisa blanca arremangada hasta los codos, los vaqueros azules de la textil y mi boina negra, por supuesto. Entonces la señorita Sovier irrumpió en el dormitorio. Hace cuánto tiempo ya, preguntó muy seria. Se alzó un silencio innecesario. Algunos meses, contesté. Disculpe, no sabía nada. No hay problema. Cogió una fotografía antigua colgada en la pared. Es ella, preguntó. Sí, dije. Era muy bella, murmuró, tanto como sus letras. La leyó alguna vez, pregunté. Por supuesto, pero me extraña que no me haya enterado de nada, dijo. Una formalidad mía, dije, y de su familia. Hay paz celeste ahora en el mundo, sonrió. Eso diría ella, dije. Lo sé.

Tras un chequeo general, me dijo que mi estado de salud era admirable, que nunca había visto a alguien de mi edad con tan buen balance de vitalidad. Entonces lo supe. Sí, otra vez. Las prudencias y aceptaciones sin fin de la vida. Antes creía que nunca me iba a morir, le dije a la terapeuta, pero ahora quiero morirme todos los días. La señorita Sovier se fue, adiós, don Asensio, cuídese, dijo. No se lo dije, pero trescientos sesenta y cinco días habían pasado, bastante más que algunos meses. Llené la cacerola con agua y la dejé a fuego lento sobre la cocina. En la radio las noticias eran buenas: aumento para los jubilados y pensionados; el partido sindical obrero apuntaba alto para las elecciones. Ya era hora, pensé. La señora Font, en su vestido de madrugadora, gritó desde la otra esquina de la cuadra: otra mañana que le sonríe, don Asensio. Los benteveos cantaban sus poesías sobre los árboles. El río silbaba de tristeza detrás del patio. Me estoy haciendo poeta, pensé, cuánto la extraño. Hay versos suyos escritos en las paredes. Aquí algunos:

Los pensamientos sangran

En la mañana alborotada

Donde las llamas son la tumba

Del amor que arde enloquecido

Saludando a la vida

La vida y su enemigo.

Cuando el agua hirvió, abrí las cortinas que daban al jardín y le sonreí al otoño como muestra de agradecimiento. Trecientos sesenta y cinco días, nada menos, pensé, toda una prueba de vida. El día que Samanta derramó sus verduras por el suelo de nuestra pajarera, supe que la vida era eso, un derrame constante. Ahora me doy cuenta de que la mejor manera para volver a ser feliz en esta tierra es cerrando los ojos, pensé, para nunca más ser vistos.

Martín Tacón-

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