(1ra. Mención Concurso “Al ritmo del 2×4”)
Marión había nacido para el tango.
Usaba el pelo renegrido cortado “a la garzón” y enfundaba su voluptuoso cuerpo en un ajustadísimo vestido negro. Un enorme tajo en el costado derecho de la falda dejaba al descubierto la perfección de su pierna que remataba en un zapato de altísimo taco de metal.
Cuando llegaba al salón elegido para esa noche, hombres y mujeres quedaban sin aliento. Su presencia no podía pasar inadvertida nunca.
Daba una vuelta por el borde la pista haciendo un reconocimiento del terreno y su paso lento y felino no impedía que resalten en la penumbra sus ojos. Eran los ojos de una fiera.
Consciente del temor que generaba su personalidad y seguridad en sí misma, se obligaba a adoptar una actitud sumisa. Sólo así algún hombre se animaría a acercarse a ella.
Con una estudiada expresión ingenua y dócil, elegía algún lugar estratégicamente dispuesto y allí se sentaba para esperar al primer intrépido.
Su mirada se posaba ahora sobre cada uno de hombres presentes, adivinando el deseo que los quemaba y reprimiendo el odio que le provocaban.
Pero el destello de aquellos ojos no daban margen de dudas a quien supiera mirar “un poco más allá”.
El ritual se repitió también aquella noche. Un joven morocho y alto, de encantadora sonrisa la cabeceó desde el otro lado del salón. Marión sintió la familiar sensación de ansiedad e impaciencia, y asintió. El se acercó y tomándole el brazo suavemente la llevó hasta el centro de la pista. Fue simultáneo; ellos comenzaron a bailar y las demás parejas se esfumaron. Sus pies se movían con tal destreza y velocidad al compás del dos por cuatro, que los tacos metálicos de sus zapatos, increíblemente finos, eran un latigazo brillante que devolvía la luz de los reflectores del techo. El hombre la apretaba contra su cuerpo y era tal la sincronización que había entre ellos que parecían uno. Los cortes y las quebradas les daban alas a sus pies mientras el público silbaba y aplaudía frenéticamente entre el rancio olor a humo y alcohol.
El bailarín extasiado le murmuró algo al oído. Ella asintió con una mueca que se parecía a una sonrisa y juntos salieron de la pista. Las otras parejas llenaron inmediatamente el centro del salón y el baile siguió su curso.
Los vieron irse juntos y abrazados.
Cualquiera hubiera dicho que se estaban enamorando.
Caminaban por calles empedradas cuya oscuridad era interrumpida brevemente por la luz mortecina de las farola sde las esquinas. El le susurraba cosas románticas y ella sin escucharlo recordaba.
Su infancia pobre y las penurias y humillaciones que vivió, le seguían doliendo hoy.
Sacudió la cabeza para alejarlo de su mente pero, fue imposible. Su nariz llena de marcas de viruela, su aliento a alcohol, su brutalidad, y sus manos… asquerosas manos que no podía esquivar cuando su madre la dejaba sola en la casa para ir a trabajar.
Este repugnante ser estaba al acecho sabiendo que jamás se lo diría a ella. No podía destruir lo poco que su madre viuda creía haber encontrado de bueno en esta alimaña. ¡Cuánto lo odiaba! A él y a todos los hombres porque “eran todos iguales”, como le escuchaba decir a su madre con frecuencia.
Esperaba ansiosa irse de allí. Necesitaba salir de ese agujero inmundo y lo hizo pronto.
La mano sobre su hombro la volvió a la realidad.
Seguían caminando por calles solitarias hasta que comenzaron a ver imágenes del Riachuelo. Pese al olor nauseabundo, Marión insistió en sentarse en un banco muy cerca del río. El joven accedió, enloquecido de pasión por la misteriosa muchacha.
Atrayéndola hacia él la beso largamente. Sólo un gemido se escuchó en la oscuridad y luego, un profundo silencio.
La noche siguiente, mientras caminaba hacia el cabaret, Marión escuchó el pregón del canillita. Compró el diario y leyó los titulares: “Uno más en la serie de recientes asesinatos”. “Esta mañana se encontró flotando en el Riachuelo, el cuerpo de un hombres joven, asesinado de la misma forma que otros en los últimos tiempos”.
Su cara se transformó en una máscara sardónica y sintió algo parecido al placer mientras seguía leyendo… “el infortunado murió, como los anteriores, con el taco de metal de un zapato de mujer clavado en el medio del pecho”.
Se la vio un corto tiempo por los bailes de los arrabales y un día, simplemente desapareció. He escuchado muchas veces esta historia, aunque los finales difieren. Uno cuenta que terminó sus días en un internado neuropsiquiátrico y el otro que en medio de ese odio infinito a los hombres, tuvo un instante de cordura y al comprender la dimensión de lo que había hecho, se suicidó tirándose a las espantosas aguas del Riachuelo. Lo cierto es que mucha gente asegura haberla visto con los ojos brillantes como el fuego, caminando en las noches sobre la superficie del río con un zapato de altísimo taco e metal entre las manos.
Alba Beatriz Pérez-